Esto se ha escrito ya muchas veces, pero no
estaría mal volver a recordarlo de vez en cuando, la literatura o más bien el
acopio de juicios y perspectivas volubles que habitualmente suelen cobijarse bajo
dicha palabra, no resulta tanto de una praxis evidente, deliberadamente “artística”
de la escritura, sino que es algo que se va produciendo de modo tácito, azarosamente,
un poco a golpes de aire y otro poco a golpes de efecto, según los vaivenes de
la moda, vale decir desde cierta sensibilidad o intensidad de época, cierta forma
de leer (los libros, el mundo, la propia persona) oblicua, iridiscente.
Quien conozca un
poco la obra y la vida de Katherine Mansfield compartirá dicha sensación, al
menos en lo que respecta a la oblicuidad, y sobre todo a la iridiscencia,
porque lo que hace a la moda, Mansfield es una solitaria que siempre ha estado allí,
agazapada en alguna vieja almoneda de libros, esperando a ser redescubierta por
un puñado de lectores exquisitos, al margen de las servidumbres caprichosas de
tal o cual momento.
Pero, esta
calidad iridiscente, totalmente sensoria, tornasolada, casi táctil, que alcanza
el lenguaje en sus relatos más célebres (Preludio,
En la bahía, Garden-party, etcétera), quizás sea una condición única, que se
contrapone de alguna manera, sin habérselo propuesto, al ansia rompedora, modernizante,
de sus contemporáneos inmediatos; entroncando así su maestría literaria con algún
clásico en lengua rusa –Chejov sin duda, precursor confeso–, o también con algún
clásico inglés de la época georgiana, por el gusto lírico, la coloración tan
vívida que se adueña del elemento de la prosa, al registrar las distintas
graduaciones anímicas en que puede sublimarse la mirada sobre la naturaleza, o
su meditación en el paisaje.
No sin razón,
Virginia Woolf, cuyas altos fulgores mentales son bien conocidos, como así
también su elevado ego, cuando estaba cerca de esta misteriosa criatura de silencios
selváticos y ademanes felinos, decía sentirse insegura, amenazada: esto es que sentiría
que sonaba demasiado libresca y snob, como sonaba, por lo demás, el selecto
círculo de Bloomsbury, al cual suele asociarse, inexactamente o por motivos más
bien circunstanciales, la figura de la escritora neozelandesa.
Las cartas de Katherine
Mansfield brindan al conocedor de la obra una posible perspectiva de lectura en
la cual recrear novelescamente, desde un primer plano subjetivo, aquella mágica
iridiscencia que deslumbra en los relatos, en sincronía imaginaria –aunque no
inverosímil– con el contexto histórico y con la primera persona en que la obra se
estaba gestando. En buena medida, Patricia Díaz Pereda hace ese recorte
novelesco, “autobiográfico” por anticipado, espigando aquí y allá entre las más
de tres mil páginas que suma la correspondencia completa, no hace mucho reunida
en una edición académica en cinco volúmenes, para ofrecer al lector en Poco tiempo en cualquier lugar una
muestra sucinta, no obstante valiosa, en la cual se intenta recapitular, a modo
de un travelling cronológico, toda la breve trayectoria vital de la autora.
Así, el libro comienza
con una carta enviada a una compañera de colegio, cuando Katherine tiene apenas
catorce años, y está por lo tanto –sin saberlo, claro– poco menos que en la
mitad de su camino, ya que moriría de forma prematura, a los treinta y cinco,
aquejada por la tuberculosis; remitido desde una calle del Bayswater, en abril
de 1903, el texto describe su primer flechazo con Londres, la gran capital del
Imperio británico todavía en vigor, vibrante entre el final de la era
victoriana y el vertiginoso despegue de la modernidad, vista con la fascinación
que puede sentir una muchacha muy despierta y algo rebelde, que solo ha
conocido hasta el momento el rígido entorno colonial de Wellington.
Y concluye
diecinueve años más tarde, con una carta dirigida al padre, escrita desde el
Instituto de Gurdjieff, recién establecido en Fontainebleau-Avon, en las
afueras de París, donde la escritora había ido a hospedarse en busca de un
último tratamiento “milagroso” para recomponer su salud ya muy deteriorada, y
donde finalmente fallecería, al poco tiempo de llegar.
Se trata de una
vida breve, excepcional, sitiada por la enfermedad, que alcanzó la madurez muy
rápido, sin perder ni un ápice de esa mirada luminosa, casi naif, que se trasunta
en los relatos; una vida circunscrita, además, como la de Kafka (también fugitivo
de los bacilos de Koch) a las dos décadas iniciales del siglo XX, vale decir encapsulada
para siempre en los albores de la modernidad, dentro de aquella mínima y
maravillosa caja de tiempo en la cual el viejo y el nuevo orden social todavía
no se habían desmigajado definitivamente.
Como hemos dicho,
la actividad epistolar de Mansfield fue profusa, los dos primeros tomos de la
correspondencia reunida contienen solo las cartas escritas al marido, John Middleton
Murry, quien fuera el responsable de gestionar
todo el legado póstumo, incluso una primera edición de la correspondencia, bajo
pautas editoriales que la crítica luego ha juzgado erróneas o dudosas; también
los interlocutores fueron variados, procedentes de distintos ámbitos literarios,
desde Conrad Aiken hasta Hugh Walpole, por mencionar algunos, pero el grueso de
destinatarios está, indudablemente, entre los miembros –protagonistas o
allegados– del espectro Bloomsbury.
Quizás el
encuadre que hace Díaz Pereda en esta selección ponga el énfasis en el aspecto feminista, no obstante resultan interesantes
los juicios lapidarios que Katherine Mansfield reparte entre sus
contemporáneos; sobre T. S. Eliot por ejemplo, al que parece tenerle una especial
tirria no exenta de algún afecto, escribe en una carta a Virginia Woolf, que
acababa de publicarlo en la Hogarth Press: “¿Cómo se puede escribir sin ninguna
emoción en absoluto? No creo que sea un poeta…” Y enseguida, en un modo casi
paródico, añade: “No lo sé, esos oscuros hombres jóvenes, tan orgullosos de su
plumaje y de sus capas negras y plateadas y de sus siempre costosas pompas
fúnebres. No tengo paciencia.” Lo mismo sobre Joyce y sobre el Ulises en particular, cuyos primeros
capítulos lee en un avance, y no duda en calificar de puro excremento
eruditesco, “vapores descompuestos del pobre Jules Laforgue...” Y otro tanto
sobre Robert Graves, D. H. Lawrence y el entorno masculino en general, que
consolidó la fama del modernismo en lengua inglesa. Lo cual valdría para indicar
que Mansfield no era aquella forastera de Bloomsbury, aquella delicada flor
exótica que imaginábamos: tuvo una participación crítica muy activa en el medio
y en la época que le tocó vivir, y para ello, entre otras cosas, se valió de la
intimidad epistolar.
Poco tiempo en cualquier lugar
Cartas 1903-1922
Katherine Mansfield
Selección y traducción de Patricia
Díaz Pereda
Páginas de espuma
264 págs.