Ciertamente, las primeras ediciones de los libros nos
muestran, como ecografías de una época, la contemporaneidad en la cual se han
gestado una obra y un escritor. Hace ciento cuatro años, en la primavera de
1912, la editorial Renacimiento publicaba, en Madrid, la primera edición de Campos de Castilla. Alguna vez pude
asomarme –a través de una gélida vitrina– a un original de este célebre libro,
que se conserva en la Fundación Juan Ramón Jiménez, situada en Moguer (Huelva).
El ejemplar está dedicado: al gran poeta
Juan Ramón, con el entrañable afecto de Antonio –dice la escueta y tierna inscripción,
fechada en Soria, el 1 de mayo de 1912.
La letra de Machado es menuda, redondeada y perfecta, al estilo de la caligrafía inglesa, con un toque art nouveau que enlaza muy bien con el dibujo en tinta de la cubierta, que representa un típico paisaje de la meseta castellana: unos árboles raquíticos, orgullosamente erguidos entre los peñascales de la sierra, y ribeteados por unos trazos en cinta que intentan evocar algún motivo floral, pero que más bien parecen espaguetis trenzados sobre una viñeta de Arthur Beardsley.
Hojeando el volumen, uno se da cuenta de que Campos de Castilla, es en realidad un libro que no pudo ser, como han demostrado algunos estudiosos, al cotejar el primer manuscrito enviado por el poeta a la editorial en 1910, con su publicación definitiva ocurrida dos años después. Podríamos decir que es un libro “malogrado”, en parte debido a las difíciles circunstancias personales que atravesaba Machado en aquel momento (la prematura muerte de su mujer, Leonor Izquierdo, sin duda fue la más dolorosa); en parte a causa de la convulsionada situación política que se vivía entonces en España; y en parte por los requerimientos del editor, Gregorio Martínez Sierra, que absurdamente no accedía a publicar en su catálogo un volumen inferior a las doscientas páginas.
De modo que Machado se vio exigido a “engordar” el poemario, incluyendo, a último momento y con muchas dudas, un largo texto en forma de romance épico (“La tierra de Alvargonzález”), que ocupa la mitad de las 195 páginas que tuvo finalmente esa edición , y que por cierto es la pieza que peor ha envejecido y que más desentona en el conjunto, además de ser el único poema —fallido por lo ambicioso de su composición y por su abordaje tan folklórico de lo español— que desmerece la intachable modestia y la mesura estilística, tan propias de la lírica machadiana.
El libro sería reestructurado cinco años después, cuando pasó a integrar la primera edición de la poesía completa del autor. Como suele ocurrir con los malos poemas de los grandes poetas, “La tierra de Alvargonzález” alcanzó una fama excesiva, y a Machado no le quedó más remedio que aceptarlo. No obstante, nunca volvió a incurrir en el romance épico, y Campos de Castilla, a pesar de ese poema y a pesar de no ser exactamente, en su conjunto, el libro que el autor hubiera deseado publicar, recorrió su camino y llegó a unos pocos pero muy influyentes lectores que lo situarían en su justo alcance histórico, entre ellos Unamuno, Ortega y Gasset y Azorín. Este último escribió un comentario, que luego formaría parte de su libro Castilla, donde señalaba que “la característica de Machado, la que marca y define su obra, es la objetivización del poeta en el paisaje”.
El descubrimiento del paisaje castellano como un escenario tragicómico, es uno de los tantos hallazgos del Quijote, pero el castellanismo, es decir: el paisaje como un estado de conciencia y la idea de lo castellano como la síntesis de lo hispánico, se deben en buena medida a una invención de la generación del 98. Al igual que Azorín y otros compañeros de ruta generacionales, Machado pasó buena parte de su vida en provincias castellanas, recorriendo la vieja España rural, “la de los altos llanos y yermos y roquedas,/ de campos sin arados, regatos ni arboledas;/ decrépitas ciudades, caminos sin mesones,/ y atónitos palurdos sin danzas ni canciones”. En esa España dura, gris y ascética como el granito, con sus aldeas adormecidas en el tiempo, con sus fantasmas medievales, sus mujeres enlutadas y sus rudos pastores de boina y bordón, Machado retrató un país constantemente desgarrado por luchas internas, entumecido por el odio e incapaz de alcanzar una verdadera identidad colectiva.
Pero el mayor aporte de Campos de Castilla no pasa por la poesía civil, la justa y muchas veces vehemente crítica social que se trasluce en buena cantidad de poemas. Valiéndose de los hallazgos musicales de Darío, Machado renovó en este libro los tópicos clásicos, creando una dicción absolutamente precisa y única, donde nada sobra ni nada suena artificial. Con una sencillez muy difícil de alcanzar, con un sentido común apenas excedido por una pincelada de extrañamiento, con las palabras que cualquier persona podría utilizar para describir una puesta de sol, Machado logra la complicidad del lector común, sin renunciar jamás a la compleja experiencia de la poesía moderna.
“Sólo el equilibrio destruye la fuerza. El orden social no puede ser más que un equilibrio de fuerzas” —escribe Simone Weil en La gravedad y la gracia—. Y luego concluye: “puesto que no se puede esperar de un hombre que no posee la gracia que sea justo, es preciso que la sociedad esté organizada de tal manera que las injusticias se vayan corrigiendo unas a otras en una perpetua oscilación”. Antonio Machado fue un hombre que buscó, en su vida y en su obra, ese equilibrio imposible entre la gravedad y la gracia. Campos de Castilla es la síntesis perfecta de ambas cosas.