Con frecuencia, en la oralidad, suele ocurrir que
las palabras no se amoldan a las normas del registro escrito y cambian su
fisonomía habitual mediante la variación o distorsión de algunos sonidos. Así,
hay gente que pronuncia —y consecuentemente escribe— “muncipalidad” por
municipalidad, “espontanio” por espontáneo, “veniste” por viniste o “vedera”
por vereda. En estos casos, lo que el hablante seguramente no advierte es que,
al permutar y alterar los caracteres en el armazón convencional de las
palabras, está operando con recursos que son esenciales a la función poética, y
que se encuentran totalmente convalidados desde hace mucho tiempo por las más
disímiles tradiciones literarias.
Apócopes, metátesis, aféresis, síncopas, epéntesis
y demás figuras de dicción que suelen darse intuitivamente en el habla —y que
han sido un complemento fundamental en la edificación de las formas métricas—,
en la obra de Jorge Leonidas Escudero revierten sus devenires fortuitos y
olvidan su vieja impronta retórica para materializarse en un estilo
inconfundible en el cual la oralidad no es —como ocurre muchas veces en el
llamado coloquialismo— un artefacto libresco, sino la materia prima que
organiza y da vida al poema.
Para mencionar algunos ejemplos, cuando Escudero
transcribe “nestos”, “xactamente”, o “sos” (“sos perros a la luna hablan
excesos”), y “po” (“recuerdo cuando irme po allá”), a lo que apunta no es
simplemente a mimetizarse con tal o cual regionalismo idiomático, sino a
arrancar de cuajo la estructura lógica del texto, apelando a los recursos
poéticos naturales del lenguaje hablado, a su inventiva propia y a su pura
energía —si cabe llamarla así— cinético-sonora. Porque es obvio: lo oral, a
diferencia de lo escrito, no tiene un bastidor en el que montarse; es puro
movimiento, pura dispersión auditiva en los agujeros del espacio-tiempo. No
obstante, en su caducidad, en su desnudez extrema, el habla pulsa las fibras
más íntimas del lenguaje, aquéllas que la escritura sólo puede expresar de una
manera muy precaria, y a un nivel diurno o consciente.
Como ha señalado Pascal Quignard en El odio a la música[1], “el
sonido toca illico el cuerpo, como si
el cuerpo ante el sonido se presentara, más que desnudo, desprovisto de piel”.
Y más adelante agrega: “la oreja poseída que transmite a la boca que repite es
un cuerpo a cuerpo verbal con el más allá de la lengua, o con lo otro de la
lengua o con la totalidad de los lenguajes que han precedido a la lengua”.
Aunque intente camuflarse en otra cosa, el poeta es siempre esa oreja poseída
que atesora las voces de la intemperie: un mero accidente acústico, una pausa en
el silencio eterno, anterior o posterior a las normas estipuladas por la
gramática.
Desde la década del sesenta, poco más o menos, la
poesía argentina viene ensayando un modo de remedar ese fluctuante objeto
idiomático que es el habla casera, apoyándose principalmente en la economía de
la expresión prosaica. El problema de base, sin embargo, fue —y sigue siendo—
no tanto la reificación del material pedestre en sí, sino confundir la llaneza
con la miseria, la ingenuidad con la sentimentalidad barata, o el realismo con
la mala conciencia de la lírica. Pero estos presupuestos difícilmente puedan
tener alguna validez más allá de la escena civil y metropolitana que los
pregona. Con respecto al interior del país, las diferencias fueron —y quizás lo
son todavía— no sólo de matiz sino de fundamento.
Históricamente, siempre hubo una brecha abierta
entre la lengua “natural” —representada, en cierto modo, por el hablante de
tierra adentro— y la lengua oficial que se iba imponiendo en las capitales, a
medida que éstas consolidaban su poderío económico. El rústico lenguaje de la
gauchesca, recordemos, floreció como una expresión de la diáspora y la
resistencia política, al mismo tiempo que Sarmiento y Bello trataban de fijar
una gramática nacional. No se trata, por consiguiente, tan sólo del viejo y
nunca disipado fantasma de civilización o barbarie, sino de un registro versus
el otro; de la palabra escrita contra la tradición oral, o los cantores versus
“loj escribidore” —como dice Escudero en un poema que lleva ese nombre y del
cual cito unos fragmentos—: “Muchoj escribidore se dan güelta el celebro/ y
como a bolsillo vacío naa les cae.// Hacen nido en el libro como pavos riales,/
ponen güevadas/ y sacan crías pal olvido. ¡La pucha!/ se cren bonitos y andan
moniando al puro cuesco”.
Al margen de la ingeniosa diatriba —que podría ser
una traducción en buen criollo del flatus
vocis nominalista—, en estos pocos versos ya se puede advertir claramente
ese original proceso de hibridación entre oralidad y escritura que distingue a
la poesía de Escudero, y la aleja de los presupuestos del coloquialismo de los
sesenta, donde lo más importante no era tanto la fisiología específica de la
lengua hablada, sino el panegírico de los ideales políticos y del imaginario
utopista de la época. En cambio, en la poesía de este sanjuanino, al no mediar
ningún tipo de inflamación ideológica explícita, el lápiz se sumerge sin
tapujos en el magma de la oralidad, creando un híbrido lingüístico (o eso que
algunos semiólogos llaman interfaz) en el cual ambas modalidades del discurso
se contaminan, se trastruecan y se vacían una en la otra.
En este sentido, los poemas de Escudero van mucho
más allá del coloquialismo y podrían remontarse de algún modo al universo de la
picaresca barroca (con su amplio conocimiento de la tradición latina y su
afilado oído para captar las inflexiones populares). Al margen, recordemos que
en el Siglo de Oro español, donde las declamaciones públicas de los textos
estaban muy difundidas, leer y oír eran palabras que significaban casi lo mismo:
el lector era a su vez un oidor u oyente, y viceversa. “Porque yo lo escreví […]
por poder dar solacio y placer a letores y audientes”, se puede leer en una
página de La Lozana andaluza (1527). Y el prólogo a la primera edición del
Buscón de Quevedo (1626) comienza
señalando: “Qué deseoso te considero, lector o oidor, de registrar lo gracioso
de la vida de don Pablos, príncipe de la vida buscona”. Aunque la palabra
“oidor” proviene quizás de un contagio con “auditor” y remite a un cargo
judicial, ya en la primitiva Retórica
de Salinas (1541) aparece con un significado análogo al de lector u oyente: “es
muy gran ventaja quando los que escriuen ponen la cosa con tanta evidencia, que
realmente parezca a los oydores que la veen”.
Aun con sus connotaciones jurídicas y ese sufijo
(-or) en función de agente activo, que le impone un matiz un tanto afectado y
hasta tramposo, pienso que este “oydor” describe la peculiar situación de
escucha en la que nos coloca la poesía de Escudero, y que es una manera bastante
más gráfica que la de ser un simple oyente —que señala una actividad meramente
radiofónica, o quizás menos receptiva y despabilada—. Con ciertas reticencias,
el poeta nos confiesa su secreto en el prólogo a Verlas venir: “Mi escritura en los versos tiende a representar la
palabra hablada, ello porque me las oigo decir y las digo, se me pegan en el
oído pero no siempre”. Me pregunto a qué se estará refiriendo con esa
enigmática advertencia: “pero no siempre”. ¿Querrá decir que las palabras —por
mucho que uno pare las orejas— a veces se resisten y hay que captarlas mediante
algún subterfugio o anzuelo acústico? Probablemente. En todo caso, creo que nos
está diciendo que su poesía está hecha de un lenguaje a medias oído y a medias
leído, que conjuga elementos naturales y artificiales en igual medida; de un lenguaje
que le fue dado, pero que asimismo le exige ser aprendido una y otra vez, en
una larga y no siempre fructífera auscultación de la propia experiencia y la de
los otros.
Argentina es un país de extendida tradición
conversacional. Nuestros padres fundadores (Mansilla, Alberdi, Sarmiento, etc.)
eran ante todo grandes estilistas de la charla y la discusión. Nuestro único
género autóctono, la gauchesca, fue básicamente poesía de raigambre oral. Yo
mismo he llegado a asistir, caminando por la calle Florida a comienzos de los
años ochenta, a un espectáculo quizás más propio de otros tiempos: hombres muy
trajeados, a la hora del almuerzo, agrupándose en las esquinas para
intercambiar espontáneamente sus opiniones acerca de política, de fútbol y de
los más diversos temas ciudadanos. Me acuerdo de haber visto hasta diez
personas reunidas en círculo, debatiendo con frenesí, como si estuvieran
sentadas a la mesa de un bar o en los bancos de una plaza. Podía ocurrir que todo
terminase en insultos o que incluso se fueran a las manos, pero en general
estos foros callejeros seguían un orden tácito, bastante estricto, en el cual
cada participante escuchaba con mucho respeto al otro, y si alguno quería
terciar en el coloquio debía hacerlo con un ceremonioso “Señores, pido la
palabra” o con alguna otra fórmula por el estilo.
En una época en la que las esquinas empezaban a
llenarse de raperos con sus viseras deportivas y sus minicomponentes al hombro,
estas prácticas de oratoria peatonal eran ya un anacronismo, y aquellos oficinistas
confrontándose por un momento en el anonimato urbano, con sus viejos modales
porteños y su manera de hablar discreta y algo zumbona, parecían haber sido interpolados
allí por el túnel del tiempo. Es lógico, entonces, que la palabra hablada tenga
tanta importancia en la literatura, y que en todas las épocas hayan florecido
eximios charlistas, buscones de voz atiplada y verba incisiva, cazadores
furtivos de la elocuencia, fabuladores del fogón y del boliche.
Ciertamente, la capital predispone a este tipo de
tertulias cívicas, impulsadas por el flujo de la opinión pública o por el solo
deseo de romper con la alienación cotidiana. El país es muy distinto en el
interior, sobre todo en las provincias del Norte, donde cambia abruptamente la
fisonomía geográfica y espiritual. Allí la presencia del paisaje impone otro
tipo de interlocución, más sosegada, individual y meditativa. En esas comarcas
que abrazan la soledad de la cordillera, entre hermosos valles y áridas
quebradas, las voces remedan la desnudez sigilosa de la piedra y se dejan
percibir con otros matices emocionales. De ahí, quizás, que el hombre de tierra
adentro posea un temple esencialmente lírico; de ahí que rehúya las
aglomeraciones públicas o el “mucho auditorio” —como decía Atahualpa Yupanqui—
y busque por naturaleza la confidencia en lugar del foro.
Algo de todo esto ocurre en la poesía de Escudero,
donde el silencio cuenta y canta tanto o más que las palabras: un silencio
acrisolado por los Andes, el taciturno silencio de San Juan de la Frontera,
donde el poeta nació y donde ejerció durante mucho tiempo el oficio de la
minería artesanal, el duro y mítico trabajo de los pirquineros, como solía
llamarse en aquella región a los buscadores de oro y otros metales preciosos. A
propósito de ellos y de su legendario arte ya desaparecido, vuelvo a citar a
Yupanqui, quien escribió en El canto del
viento: “El minero no anhela disfrutar del oro. Su dicha es descubrirlo. La
muestra que en su mano brilla, vale todo el palacio de los que tienen el oro sin
haberlo soñado, ni buscado, ni sufrido. Hay domadores bravos que nunca tuvieron
un caballo suyo. El minero es así, doma el misterio y se queda dormido sobre su
potro de piedra solitaria”.
Al igual que los garimpeiros del Mato Grosso o que los buscadores de oro del Yukón
canadiense retratados por Jack London, los pirquineros a veces arriesgaban la
vida por nada, y otras veces por unas pocas migas auríferas que terminaban
malvendiendo en algún boliche a cambio de una ración de alimentos y una botella
de vino. Constituían una suerte de lumpen-proletariado de los cerros, mezcla de
indios mitayos con argonautas, de aventureros ambiciosos con monjes tibetanos
del socavón. Las primitivas técnicas de minería que utilizaban les habían
llegado por transmisión oral y quizás no fueran muy distintas a las utilizadas
en tiempos de los incas. Algunos trabajaban apatronados, pero la mayoría lo
hacía por cuenta propia, abriendo un túnel entre los peñascales a fuerza de
pico y pala; rodeados sólo de cardones y abrojos, águilas y guanacos, y de esa
antiquísima estatuaria que talla el viento en los relieves montañosos. Acerca
de esta intrépida raza de stalkers
andinos, Escudero ha dicho: “tal vez fueran los últimos los aquellos/ revolvedores
de piedra que i visto/ montados en las cumbres/ para llegar a casi nunca.// Ir
a lomo de mula ir a ver/ en qué cerro chispeaba el oro,/ en qué arroyo/ podía
un pobre lavar su esperanza en un plato”.
El idioma de Escudero se forja —como el mismo
poeta lo ha contado en diversas ocasiones— en esos peregrinajes por la aridez
serrana, tras los pasos esquivos de aquella quimera del oro arisca y endiablada
como “la Mula Ánima”. Es un idioma atesorado en las entrañas de la tierra, y
también en las postas de arrieros, parroquias, reñideros de gallos, bailes y
pulperías: todos esos locales y parajes de provincia donde las conversaciones
de los paisanos se encarrilan naturalmente hacia rumbos fantasiosos y metafísicos.
No obstante, en la poesía de Escudero, dichos rumbos adquieren una morfología
muy particular, completamente alejada de la acuarela costumbrista y de la
caracterización folklórica de los prototipos criollos.
A veces, el poeta acentúa esa morfología por medio
de tupidas tiradas que se aglutinan en el verso, prescindiendo casi por
completo de las categorías habituales de la gramática, como por ejemplo al
comienzo de este poema que se llama “Salto del arreo” y que pertenece a La raíz de la roca, su primer libro
publicado en los años setenta: “De zumba guasca y mula pechadora,/ peones al
filo de la cuesta en viento/ sus barriletes overos./ A mano cascaruda manda
rienda,/ el ojo chico arriba,/ empujan en las barbas penitentes/ la hacienda y
colorea./ —¡Vaca flacura ve, moniale al güitre,/ sos de la muerte porquería!/
Los jinetes se mecen en la puna/ blanca/ de la cordillera del límite”. En estos
versos que recrean con sus movimientos chúcaros el paso de unos troperos
atravesando las peniplanices puneñas, no sólo la entonación de la voz, sino
cada palabra en sí misma parece haberse fusionado con el paisaje; cada palabra
atropella o “pecha” a la otra —como si fuesen mulas de carga—, proyectándose a
la vez sobre el entorno sin perder su condición de hallazgo.
Dije hallazgos, pero lo que en verdad cuenta en la
poesía de Escudero es la inconmensurable y ardiente búsqueda, el sondeo en los
pedregales de la palabra hablada, entre sus grietas y sus callosos silencios
tectónicos. No se trata pues de una operación de alquimia o engaste de minerales
preciosos, sino de aventurase en la pesquisa de un tesoro (o quizás de un bien)
que siempre será aleatorio, como el buscador de oro que persigue su quimera
hasta encontrase de pronto a la intemperie, en la perfecta y sagrada quietud de
la montaña.