Es un olor, ante todo es un
olor: a veces un perfume, otras un vaho o una niebla. Donde más intensamente se
percibe es en la piel de algún animal; por ejemplo, al recostar la cabeza sobre
el lomo de un caballo, respirando imaginariamente a través de sus ollares. O al
abrirle la ventana al gato, cuando regresa de sus largos paseos por el campo,
trayendo todo el aire de la mañana magnetizado en el pelo. Es un olor, un ¿olfatema?
que procede directamente de los espíritus animales; que interpela frontalmente
a nuestro mamífero, se mimetiza con él, con nosotros −que estamos documentados
de antaño en él−. O bien es el aroma inconfundible de los pinos, el olor del
musgo de montaña, el olor sagrado del sotobosque en el hocico de algún animal
salvaje, siempre en el hocico de algún animal salvaje. O es una palabra
que pide que nos frotemos, que nos cobijemos en ella, nos desnudemos en lo
misterioso, lo casi monstruoso de su sonido; una palabra que nos acaricia el
rostro, como una gitana ciega −en un hipotético cuadro de Vermeer− que
deletreara con las manos su propio retrato al óleo. ¿Siempre el mismo retrato,
el mismo rostro? Es la distancia tónica que irrumpe en la cueva de la propia
subjetividad, el espacio abierto que ventila la mente, deshacina al yo, lo
apacigua y ensancha en la conciencia de su infinita pequeñez. Palabra que invoca
al galgo mítico que cada hombre lleva dentro. Es un estado del lenguaje, un
modo de interlocución, una manera de ir hablando, de dormir o despertar en el
camino. Y como decía Deleuze refiriéndose al cine: “es el tiempo, el tiempo en
persona, un pedazo de tiempo en estado puro”