Fantasmas de la Gran Aldea [1]
No hace mucho, un
amigo argentino que estaba de paso por Madrid, me llamó por teléfono para
invitarme a dar un paseo por la ciudad con el noble y extraño propósito de que
lo llevara– según me dijo– a visitar algunos de mis lugares favoritos. No tengo
muchos amigos, tampoco tengo ningún lugar favorito en Madrid, ya que si bien
vivo en España desde hace algunos años, la mayor parte del tiempo la pasé
retirado en provincias, bastante lejos de la capital. De todos modos acepté
encantado la invitación y fuimos a dar una vuelta por el Parque del Retiro.
Luego de apreciar someramente las bondades bucólicas del paseo, los jardines,
las estatuas y todo lo demás, nos adentramos en nuestros temas. Le comenté a mi
amigo que estaba escribiendo un artículo sobre José Bianco, aclarándole que sus
novelas y ensayos me gustaban mucho, pero que estaba bastante desorientado en
cuanto al «personaje».
«¿Vos
qué opinás? ¿Cómo lo describirías?» –le espeté a quemarropa–. «Bueno, tengo una
imagen un tanto distorsionada; estuve leyendo el Borges de Bioy, y allí se lo menciona varias veces, aunque siempre
al sesgo, lateralmente, casi como si no existiera, como si fuese uno de esos
fantasmas jameseanos que tanto le gustaban a él…». «Pero en ese libro, salvo
los epigramas de Borges, todo lo demás, las personas sobre todo, aparecen
retratados con trazos muy grotescos» –dije, y me detuve para señalar el monumento
al Ángel Caído–. Seguimos caminando un rato más por el parque y la conversación
derivó hacia cuestiones más personales. Al atardecer, nos despedimos
efusivamente con unas cervezas y una picada generosa. Mi amigo partía al día
siguiente hacia París, y esa misma noche, yo tomé el tren de regreso al pueblo.
En
el viaje, recordé mi primer intento de lectura del Borges de Bioy Casares, que me había dejado una impresión, en
general, bastante desagradable. Sin embargo, mi amigo –un lector muy fino y
para nada catártico– acababa de poner ese libro por las nubes, llegando a decir
que era la mejor historia de la literatura argentina que se había escrito en
los últimos cincuenta años. ¿Unos garabatos de sobremesa llenos de eruditas
menudencias y de acotaciones maliciosas, la mejor historia de la literatura
argentina? Sin duda, como siempre, mi amigo estaría bromeando, con ese humor
tan sofisticado y tan para entendidos que solo los porteños podemos percibir.
No
obstante, y por simple curiosidad, aquella noche, al llegar a mi casa, lo
primero que hice fue abrir el terrible tocho para ver qué se decía allí sobre
Bianco. Por milagro, ya que en el infinito listado onomástico no se indican
referencias de página, pesqué al principio del libro una entrada en la que se lo
menciona al pasar, con la siguiente observación del taquígrafo, un tanto
ambigua o ladina –comme il faut–: «Llega
Pepe, muy tarde, entra abrochándose la bragueta, de abajo arriba: nos da la
mano y vamos a comer (me levanto a lavarme las manos)».[2]
Definitivamente,
mi amigo me había gastado otra de sus bromas sofisticadas. ¿O acaso se había
tomado en serio todas esas fechorías insustanciales que Bioy Casares
consideraba literatura fantástica? Mejor dejemos –pensé– que el difunto
Adolfito siga imaginando que es un astro de la raqueta y un demonio con las
mujeres, porque con la peluca de James Boswell resulta tan divertido como
Marcos Zucker contando chistes talmúdicos. Decidí, entonces, no perder más el
tiempo en rodeos inútiles y renuncié a ese exquisito manual de literatura
argentina, dirigido, sin duda, a lectores menos incautos que yo. Sin embargo,
la imagen de Bianco abrochándose rápidamente los botones del pantalón, por más
engañosa que fuera, de algún modo seguía allí y ya había torcido mi punto de
vista. Ciertos libros deberían venir acompañados de sus pertinentes prospectos
farmacológicos, indicando al lector qué ingredientes los componen y para qué se
utilizan, así como el modo de consumo y las advertencias sobre sus posibles
efectos colaterales.
A
la mañana siguiente, con la cabeza ya más despejada, resolví volver a las
novelas y ensayos de Bianco sin más dilaciones ni intermediarios, pero me di
cuenta de que aún continuaba bajo el efecto ponzoñoso de las notitas de Bioy,
ya que me sentía un poco como aquel que ha estado fisgoneando por el ojo de la
cerradura en la vida íntima de sus vecinos, y descubre de pronto que la señora
del quinto se hace azotar por el portero, y luego tiene que dar los buenos días
y recoger las facturas del mes con su mejor cara de póker. ¡Oh inmunda raza de
mirones! Por suerte, unas juiciosas palabras de Bianco sobre este asunto
acudieron a tiempo para señalarme que no todo estaba irremediablemente perdido:
«Sentir admiración y respeto por la persona y por la obra de los buenos
escritores es un índice de cultura que suele darse en casi todos los países. Ya
sabemos que la verdadera persona de un escritor está en su obra, solo en su
obra». Apelé entonces, con todas mis fuerzas espirituales, a mi índice de cultura personal, que había
quedado un poco abatido, con los traumatismos propios de una larga noche de
lecturas imprudentes. Y sin embargo –reflexioné– quizás no estuviera tan
equivocado al presentar a «mi personaje» desde aquella escueta visión mundana
que me ofrecían los diarios de Bioy Casares.
Luego
imaginé la siguiente escena en blanco y negro, con planos cortos y oblicuos,
como en una película de Orson Welles: un piso con veintitantas habitaciones en
el barrio tradicionalmente más chic de Buenos Aires; mobiliario suntuoso, con
una pátina arcaica –aunque no en exceso– que contrasta un poco con el clima
aniñado y negligé en el que
transcurre la velada; circulan bebidas modestas, licores, refrescos, algunos
bocadillos magros, y esta frugalidad de merienda, que parece haber sido
calculada al detalle, también desentona un poco con la hiperactividad del ama
de llaves que revolotea puntillosamente alrededor de los comensales.
Allí,
todos los viernes se dan cita las mayores lumbreras locales de la época para
celebrar su pequeño conciliábulo privado. El genio lúdico de Borges es el
centro de la reunión, y se lo enaltece casi como si fuese una reliquia, un
diamante, un espejo veneciano auténtico, cuya luminosidad, voluble y neutra, se
refracta en el rostro de cada uno de los invitados. Enseguida, tocan el timbre
y el anfitrión acude en persona a abrir la puerta. Es «Pepe» Bianco, que llega
tarde a la tertulia porque probablemente se demoró corrigiendo las galeras de
imprenta del próximo número de Sur,
pero al cruzar el umbral de la puerta, advierte que olvidó cerrarse la bragueta,
y en un gesto automático sus dedos se arrastran hacia allí.
El
anfitrión, un hombre alto, con aspecto de lechuguino náutico y marrullero, nota
el gesto disimulado y lo saluda con cierta prudencia o resquemor, mientras
rumia en silencio la palabra fag, un
término intraducible de la estudiantina inglesa que todo caballero eduardiano –y
el anfitrión, a su manera, lo es– recuerda con afecto esquivo cada vez que
aborda situaciones un tanto confusas como la que se le acaba de presentar
ahora. El silencio y las miradas quedan petrificados unos segundos en el vano
de la puerta; luego, Bianco irrumpe sigilosamente en la reunión y se acomoda en
un ángulo imperceptible de la sala, en medio de una boutade típica de «Georgie» que ha provocado algunas risitas con sordina.
La
elegancia no siempre es sinónimo de decoro. Allí la gente adopta modales
pintorescos, desgarrados y vulgares hasta cierto punto, que chocan por momentos
con la idea que las viejas generaciones tenían sobre la cultura y la buena educación.
Desde la opacidad y el desgano aparentes, Bianco participa con mucho interés de
ese jeu de societé que conoce al
dedillo, del mismo modo que conoce a fondo la obra de Marcel Proust y de Henry
James. En su ideario personal, es posible que el concepto de «cultura» tuviese
un matiz ligeramente distinto, no exento de ciertas potestades rayanas –acaso–
a la inquietud y la decadencia.
Cuando
cinco personas cultas se reúnen a charlar amistosamente en una casa
invulnerable a los pleitos del mundo, se entrelazan en un círculo misterioso
para formar un aquelarre encantador, una pequeña compañía de teatro espontáneo.
Al instante, caen arrobadas bajo las facultades histriónicas del lenguaje. De
un modo casi natural, cada una de ellas se despoja de su identidad e interviene
en la caracterización de ese yo
ficticio, circunstancial y único, que se personificará solo una vez, con todas
sus grandezas y sus miserias, para luego despertar de manera brusca, como un
sonámbulo, cuando acabe la conversación.
Precisamente
en ese momento, cuando ya se ha desmontado el escenario y cada uno se adentra a
solas en los méritos o deméritos de la propia actuación; cuando asoma esa
segunda conciencia crítica y toda la obra ya comenzó a transcurrir en el
pasado, y sin embargo, uno trata inútilmente de enmendar su propia imagen,
trata de pulir esta o aquella intervención desafortunada…; en fin, cuando ha
caído el telón y uno vuelve a quedar desnudo frente a los propios pensamientos,
a salvo aunque calado hasta los huesos por la mirada de los otros; en ese punto
es donde uno ya está metido de lleno en un campo en que la ficción se erige
sobre los mismos principios que las relaciones humanas; el mismo campo vidrioso,
opaco, densamente estratificado, que José Bianco desplegara en su particular
obra narrativa, la cual puede tener –como el autor lo señalara en más de una
ocasión– un modelo indiscutible en el legado de Henry James, aunque en rigor
está compuesta de tres piezas bastante atípicas, únicas en su género, notables tanto
por sus sofisticados argumentos como por la depuración estilística que en ellas
adquiere el lenguaje.
Alguna
vez Borges dijo que el estilo de Bianco era «invisible, como el cristal o como
el aire». También hubiera podido decir que era invisible como su persona, ya
que algunas partículas de esa invisibilidad fueron a parar, sin duda, a su
estilo, pero otras tantas eran esenciales a su carácter; esenciales para el
agudo cronista social que Bianco era; esenciales también para soportar a
Victoria Ocampo, durante los veinte años que trabajó codo a codo con ella, en la
revista-editorial Sur. Parte de esa
invisibilidad era estilística y parte era de índole puramente diplomática, pero
Borges se refería a lo previo: a ese trazo incorpóreo, a esa no-marca de
identificación que suele constituir –según se dice– el sello, la garantía de
fábrica de los buenos artesanos, que raras veces hacen alarde de su saber o de
sus técnicas; que atenúan y despersonalizan cualquier esfuerzo en la ejecución
del trabajo. No es descabellado suponer que ese estilo de maestro cristalero se
fuera fraguando en las muchas –y muy apreciadas– traducciones que nuestro
escritor produjo, a lo largo de su carrera profesional.[3] Ciertamente,
la traducción es una dura escuela de transparencia: obliga al ejecutante a
someterse a una disciplina espartana; obliga a pensar todo el idioma en frío,
desde un parcial extrañamiento; también hace que se lo analice al desnudo, minuciosa
e íntimamente. En este sentido, da la sensación de que Bianco hubiese examinado
cada frase con el equipamiento quirúrgico de un traductor, con la cautela
extrema y la impersonalidad que conlleva dicho oficio. De ahí que su lenguaje nos
parezca trabajado en materiales preciosos, a la vez que oscuros, equívocos,
extremadamente lavados con respecto a los paradigmas usuales de la lengua
literaria; de ahí que en él todo brille sin estridencias; que nada despunte ni
recuerde el magma o las impurezas en los que pudieron haberse templado dichos
materiales, para alcanzar toda esa lisura espejante, esa fluidez engañosa. Por
eso, nos puede parecer, también, que es un lenguaje al límite del manierismo, salpicado
aquí y allá de pliegues exquisitos, de pequeñas pinceladas con una pátina estetizante
que podrían, a simple vista, pasar inadvertidas.
De
Bianco, quizás, podría decirse lo que Johnson opinaba acerca de Milton: que era
un sastre que no trabajaba para el gran público, sino solo para una selecta
clientela de amigos. Sin pecar de elitista, sin ninguna clase de
exhibicionismo, escribió para unos pocos
connoisseurs, y lo que escribió es escaso, aunque tiene el secreto de la
perfección, del pleno dominio instrumental. Tiene asimismo el don de la
síntesis y de la levedad. En su primer –y único– libro de cuentos, La pequeña Gyaros –publicado por primera
vez en 1937–, para pintar el paisaje rural del Noroeste argentino, le basta con
esta rápida acuarela: «Carreteras apacibles, bohardillas con visillos de linón
que asoman entre las tejas descoloridas, mucho verde, suave, difuso, tamizado
por la distancia, levemente tocado de gris». Cierto, el vocabulario es aquí
algo neutro, aséptico: “linón”, “bohardilla”, “visillo”, pero también es
altamente preciso, y evoca, desde un ángulo casi lírico, la pesada atmósfera subtropical
y las fincas azucareras, típicas de la zona. La misma síntesis, el mismo ángulo
subjetivo lo podemos encontrar, por lo demás, aplicado a la breve descripción –o
definición– de una belle dame sans merci
de la oligarquía porteña, una de las muchas distinguidas damas de Pepe que ya
empezaban a manifestarse en estos cuentos juveniles: «¿Continúa usted siendo la
viajera soñadora y errante? La que en Cannes, rodeada de ingleses, cruza
apuestas fabulosas jugando al baccarat, la
que se marcha a El Cairo cuando el invierno avanza y, a la vuelta, pasea su
aburrimiento entre dos judíos de perfil sinuoso, los labios displicentes, los
labios marchitos, pintados de azul…». No se sabe muy bien por qué Bianco hizo
todo lo posible por desterrar este primer libro de su bibliografía; quizás haya
sido –como algunos opinan– por consejo de Borges, que también había renegado de
sus primeras prosas; acaso porque su autor lo considerase un pecado de juventud,
ya que en estos cuentos –escritos a los veintitantos años– se destaca un cierto
regodeo en lo barroco y en lo decadente; se hace ostentación de conocimientos
clásicos, de latinismos elegíacos y hasta de rubendarismos ácimos –como se
advierte en el párrafo antes citado– que serían cuidadosamente saneados en el recorrido
futuro. «En cada hombre» –afirmaba Octavio Paz– «late la posibilidad de ser o,
más exactamente de volver a ser, otro
hombre». Y el muchacho romántico o simbolista, que se insinuaba vagamente en La pequeña Gyaros, detrás de unas
pesadas cortinas de Damasco, leyendo las elegías de Tibulo hasta altas horas de
la noche, con una botella de cloral apoyada en la mesita de luz –o proyectada en
su pasado imaginario, decimonónico–, acaso nunca dejó de habitar entre las
fracturas morales, los remilgos de clase y los pudores estéticos del hombre
adulto.
El
cuidado de la prosa implica un diálogo tácito con la lengua, que no siempre es
requerido en ese vastísimo feudo de la palabra escrita al que llamamos «novela
moderna», delimitado por la longitud y el afán de realismo mucho más que por
determinadas leyes de género o de cohesión formal. En el cuento, dichas leyes
son más tangibles, y el lenguaje necesariamente debe brillar, pero la novela, que
en esencia es puro pastiche, espejo torturado que se traslada por los caminos,
disfruta de una soberanía estructural sin límites, y en ella el arte de la
prosa puede no lucirse o pasar a un segundo plano. Bianco era un buen prosista
y un buen narrador, atributos que no siempre suelen conjugarse en el
heterogéneo universo de la novela moderna. No obstante, si nos guiáramos por la
extensión y por la apetencia de maximalismo, La pérdida del reino es lo más lejos que llegó a adentrarse en
aquellos territorios imprecisos. Y resulta un islote bastante extraño en la
geografía canónica del género, ya que se trata de una historia en espejo,
contada refractivamente, cuyo tema principal es la conciencia crítica de un
hombre enemistado con su propia vida y con su entorno social.
Esta
forma poco habitual de una narrativa que podríamos llamar «subjetivista», si
bien había tenido ilustres cultores en la literatura europea del siglo XX
–André Gide, E.M. Forster y Graham Greene, entre otros–, era un trasto algo
anacrónico para la época y el contexto –años setenta, pleno auge del boom
latinoamericano– en los cuales se publicó el libro antes mencionado. Y lo que de
inmediato se destaca en él, en primer lugar, es ese juego anacrónico y ese
braceo contra la corriente; el solipsismo puntilloso en el que se monta la
trama; y sobre todo: el hecho ostensible de que su autor parecía no comulgar
con las renovaciones técnicas que experimentaba la novelística en aquellos tiempos.
¿Qué quiere decir esto? ¿Significa acaso que cuando todo el mundo ya se había
pasado al cine y al bourbon, Bianco seguía siendo fiel a la ópera y al brandy,
seguía leyendo todavía a Anatole France, en vez de estar leyendo a Faulkner o a
Hemingway? Algo de ese anacronismo complaciente es verdad, pero también es
cierto que La pérdida del reino, con
su estructura lineal y su estilo caviloso –de sólido hombre de letras– proyectaba
otros parámetros para pensar la modernidad de la novela hispanoamericana, otros
parámetros muy distintos a todo lo que se estaba pergeñado y llevando a cabo en
aquellos tiempos.
Habrá
que decirlo sin sutilezas: Bianco era un epígono de Henry James y un lector compulsivo,
concienzudo, extático, de À la recherche
du temps perdu. No obstante, a pesar de la opinión común, el epigonismo, en
literatura, no puede considerarse algo de por sí nocivo o demeritorio; por lo
contrario, lo epigonal puede muchas veces, en determinadas circunstancias, fungir
de reserva ignota de energías cuando todos los recursos naturales se han
agotado; puede, además, emplearse como una vía de circunvalación para llegar –acaso–
a un mismo punto, pero evitando los tramos más colapsados. Si pudiéramos
revertir el curso que conduce del pasado al presente, y en vez de volver a
tomar la carretera que llevaba a los distritos consabidos, eligiéramos aquella
desviación que conducía a Yo el supremo, aquella
otra que desembocaba en Zama o en El limonero real,[4] el
panorama narrativo actual podría ser bien distinto, o al menos no tan poroso y
homogéneo.
Por
otra parte, recordemos que con el nombre de epígonos se denomina en la historia
de Grecia a aquel reinado que sucedió al de los diádocos, los caudillos que
tras la muerte de Alejandro Magno heredaron las tierras conquistadas. Los
epígonos no fueron tan voraces como los diádocos, pues en lugar de consagrase a
extender la hegemonía del imperio, se limitaron a consolidar y dirigir los
nuevos reinos. De alguna manera, Bianco fue un epígono que vivió y escribió en
un período dominado por los diádocos; un período en el cual la novela aspiraba
a conquistar todas las provincias de la imaginación literaria, e incluso se
proponía ir más de allá del mundo conocido.
Al
postularse como la continuación de un modelo preexistente, al abstenerse de la
originalidad y al no aspirar a ninguna grandeza aventurada, el epígono está
exento de todo deseo de supremacía y de cualquier forma de vasallaje. Por lo
tanto, goza de una situación envidiable, ya que puede entablar un diálogo
directo con su maestro, sin necesidad de recurrir a mediadores, ni a
dispositivos novelescos intrincados como el monólogo interior, los narradores
polifónicos o la parodia de otros textos. Tampoco necesita crear grandes personajes
ni contar historias kilométricas que conmuevan por su parentesco con la
realidad.
El
verdadero arte de narrar no consiste en extender el universo al infinito, sino
en recortarlo, en conferirle unos límites bien acotados. Y cuanto más acotados
sean dichos límites, mayor será la proyección imaginaria de lo que allí se
refiera. En La pérdida del reino, el
marco de la historia, aquello que por regla general el lector no debería
percibir, es lo que aparece en primer plano, ya que el objeto principal de la novela
se formaliza, no en el relato en sí mismo, sino en el discurso vicario que se
condensa en torno al proceso narrativo; en el juego especular de la escritura,
esto es: en lo confidencial y lo público, en lo explicitado y lo omitido que
ese juego vendría a poner en escena, como sucede en las célebres parábolas
jameseanas. Y los dos personajes principales –un asesor literario de una dudosa
editorial llamada Galaxia y un presunto escritor que deja en manos de aquel
unas carpetas que contienen los apuntes deshilachados de toda su vida–,
estrechan el círculo todavía más, instalando un clima artificial, cerrado,
endogámico, en el cual no intervienen agentes externos, o si intervienen lo
hacen reflejándose, purgándose a través de ese filtro, esa conciencia ficcional
que ha sido colocada, estratégicamente, en el centro de la trama.
Desde
esta recámara oculta, desplegada en varios puntos de vista (en rigor, se trata
de un solo punto de vista, sesgado y fragmentario), lo que se refleja en el acontecer
del relato y en el proceder de los personajes, se transforma –por defecto– en una
película turbia, sórdida, lenta, injustificadamente pecaminosa, ya que no son
hechos ni conductas «objetivos» lo que allí se refleja, sino solo juicios,
ademanes, hipótesis de vida; todo lo cual abre las puertas a un recelo generalizado,
sistemático –con el malestar y la malicia implícitos que ello plantea–; recelo
que también se aplica a la principal maniobra narrativa del texto, y que conduce,
al mismo tiempo, a algo todavía más interesante e inquietante, como lo es la
pregunta por el potencial pragmático de la verdad, la pregunta por el sustrato real
de la verdad, puesto que de este sustrato idéntico, de esa misma cosa se produciría lo mentado por los materiales
de ficción. He aquí el espacio simbólico –y en cierto modo, epistemológico– de La pérdida del reino, que es propiamente
el campo exploratorio de la novela moderna, la situación del yo novelista moderno, después –digamos– de
Henry James: un sujeto desconfiado, resentido, «falsacionista» por naturaleza, que
ya no detenta la verdad, ni –por añadidura– la autoridad de la ficción, pero en
quien, no obstante, esta se ha sedimentado como argumento existencial, como asunto
de vida privada. La verdad, entonces, el tesoro y la presa que custodia toda
vida privada, es algo que debe revalidarse en adequatio con las máscaras de la ficción, con el dominio de lo
imaginario; en una palabra: algo (¿un saber específico, un programa ético?) que
debe ajustarse, no a los hechos rústicos e insignificantes de la vida, sino a
los contenidos ideales de la conciencia.
La
dimensión biográfica de toda novela, y al revés, la dimensión novelesca de toda
biografía, se entretejen capciosamente en La
pérdida del reino. Así, vida e invención, experiencia y lenguaje, se
modelan y se vacían una en el otro, componiendo una historia rota, espectral,
cuyos episodios se solapan en una dilatada puesta en abismo. Y algo parecido
ocurre con los dos personajes principales: entre la oscura vida de Rufino
Velázquez y la vida incógnita de la primera persona que cuenta la historia,
existe un paralelismo oculto, una afinidad no declarada del todo que proyecta
sobre la trama un sutil juego de luces y sombras, y hace que el texto fluctúe,
en el plano de las ideas, entre el principio de causalidad que rige la búsqueda
de todo biógrafo, y el principio de incertidumbre que manda en los mecanismos de
la ficción. De tal forma, podría decirse que la biografía no escrita de Rufino
Velázquez es el auténtico centro de gravedad sobre el cual se articula el
relato, como si este fuera el transcurso potencial de aquella, y viceversa;
como si el arte del biógrafo no fuese en el fondo tan distinto al arte del
novelista; como si ambos se complementaran para una labor quizás imposible:
revelarnos el carácter de un hombre en particular, el sentido de una vida única
y concreta, comunicándonos a la vez el pathos
desnudo y caótico de la pura existencia.
Es
sabido que en la literatura argentina se nace bajo el signo de Boedo o de
Florida, se nace arltiano o borgeano, se nace erizo o zorro, se nace ciego o
jorobadito, se nace para ser rufián o para ser bibliotecario. No hay más
vueltas que dar al asunto; podría haber matices, pero no, en el medio no hay
nada, ninguna puerta de salida. Es así, aunque suene exagerado y un tanto
pueril, esta dicotomía existe y modela los códigos de todo escritor o lector
local, elevándose a veces hasta altitudes míticas y otras rozando el chiste
absurdo o el cuento del tío. Por supuesto, no tiene ninguna explicación lógica,
tampoco tiene ninguna validez como herramienta crítica, pero allí está,
completamente arraigada en el imaginario popular, como un imprevisible dragón
bicéfalo que se muerde la cola y vomita un fuego colérico a quien ose
perturbarlo.
¿De
dónde procede esta visión fabulosa, que algunos teóricos han querido rebajar al
rango de una antinomia estética, e incluso han intentado confrontar con la
idiosincrasia política del país? Ciertamente, no procede de la experiencia
común de leer a Borges o a Arlt; surge de un conocimiento más espurio y
estrecho, tal vez de origen didáctico, que se ha edificado sobre un depósito de
creencias y prejuicios acerca de lo que conlleva la alta o la baja literatura,
lo que significa escribir mal o escribir bien; creencias y prejuicios que se
fueron cristalizando en lugares comunes que ahora ya nadie tiene ganas de
desmentir, y entonces parece que actuaran como fuerzas históricas vivas,
conceptos indiscutiblemente funcionales, aunque en los hechos nadie sabe muy
bien para qué sirven.
Porque
en los hechos ambos escritores desbordan cualquier parámetro tradicional, ambos
conforman campos autónomos, irreductibles y centrípetos; ambos también
ignoraron o desdeñaron tanto el elitismo como el populismo, y ambos –cada uno
en su firmamento– escribieron bien y escribieron mal, si por ello se entiende
algo más que escribir correcta o incorrectamente, de acuerdo a tales o cuales
cánones estipulados por los mandarines académicos. No obstante, si no se la
toma al pie de la letra, si solo se la aplica dentro de un sistema dinámico de
referencia, como esas fuerzas que en la física se denominan «ficticias», esta
bipolaridad entre lo apolíneo y lo dionisíaco, esta oscilación permanente entre
lo alto y lo bajo, entre el hombre que vive para un logos y el hombre que se desangra en su pathos, es una marca que distingue a la literatura argentina de
todas las otras producidas en lengua castellana durante el pasado siglo.
Dentro
de este sistema de referencia, no hace falta ni decirlo, la sobria figura de
Bianco concierne por entero a las fuerzas apolíneas; vale decir que se vincula
con la idea de civilización y progreso entendida al modo del liberalismo
clásico, donde la cultura ocupaba una función predominante, que no indicaba
tanto la victoria del individuo sobre el Estado como la expresión de una nueva
mentalidad crítica, abierta o «moderna», y sobre todo: enfrentada radicalmente
a toda forma de tiranía. En la Argentina, como en otras partes del mundo
occidental, esa mentalidad fue sinónimo de diversas doctrinas y gestas casi
siempre contradictorias, y tuvo muchos epónimos, pero sin duda el más conspicuo
de todos fue Bartolomé Mitre.
En
la década del treinta, cuando Bianco comenzó su carrera literaria, esa
mentalidad todavía seguía activa, aunque vetusta y definitivamente anclada en
su pasado glorioso; era ya la mentalidad del Antiguo Régimen, la mentalidad del
«caballerito»[5]
nacido para servir a la emancipación del pueblo e ilustrar a la opinión
pública, tal cual se había fraguado en el viejo ideario del patriota romántico,
pero que luego se fue encalleciendo y decantando hacia una mentalidad
conservadora y clasista, distintiva en este aspecto –aunque no exclusiva– de la
alta y la pequeña burguesía local.
Según
evalúan algunos analistas, esta mentalidad tuvo su expresión ideológica más
definida y su actuación política más coherente en la persona y en el gobierno
de Julio Argentino Roca; sin embargo, como pura mentalidad trascendió cualquier
gobierno, quedando representada, mejor que en ninguna otra cosa, en la larga estela
del mitrismo. Y en dicha estela, que recogía lo mejor y lo peor de la
Generación del 37, viajaban los
fantasmas de la Gran Aldea: los apellidos solariegos, las ilustres patillas y
los sublimes bucles; los sombreros de copa y los peinetones; los breeches color caqui; los cuadros
pajizos al óleo; los shorthorn y los
purasangre; la cabeza de Juan Lavalle; la apatía sintáctica de alguna institutriz
inglesa; la especulación financiera; las panoplias del Jockey Club; la beatería
erotómana; los libros de tapa dura y piel; el cadáver de Camila O’ Gorman; los
duelos a pistola; los bañadores a rayas en La Perla del Atlántico; las
tormentas de granizo; el guante blanco de un chofer ruso; las estancias
embrujadas; la patota, el cabaré, el voto cantado… En fin, todos esos vestigios
de la alta sociedad bonaerense que quedaron tan maravillosamente retratados en
los daguerrotipos de Alejandro Witcomb:[6]
niños vestidos de marineritos y niñas como arcángeles de terracota, patriarcas
con aire de mariscales de campo, señoras etéreas y morfinómanas, decorados que
remedan praderas idílicas o típicos paisajes de Europa, espejos que proyectan
interiores de palacios, paseos en góndola, la piel mullida de algún animal
salvaje de África…
No
quiero decir que este panorama, caprichosa y rápidamente bosquejado, sea el
legítimo paisaje social de las ficciones de Bianco, porque ello significaría
reducir su complejidad a una caricatura, además de que falsearía las evidencias
históricas. No obstante, también sería inexacto omitir que casi todos sus
personajes, en buena medida, se ajustan a esa mentalidad a la que aludí antes;
al menos se reconocen plenamente dentro de ella, habitan en lo más recóndito de
sus grietas morales, y asimismo la cuestionan desde una sensibilidad distante y
una conciencia extrema, modeladas casi siempre en la anuencia y en la
consumación silenciosa del mal.
Sin
ir muy lejos, recordemos las palabras con que se presenta el frío y avieso
muchacho que desempeña el papel de narrador en Las ratas: «Me llamo Delfín Heredia. En mí, como en todos los
hombres, se acumulan tendencias heredadas. Por eso, al hacer en este capítulo
la historia sucinta de mi familia, hablaré de otros Heredia que han nacido o
muerto antes que yo, pero que aún subsisten en mí, puede decirse, bajo su forma
más negativa. Será una manera de condenar a una raza para salvar a un
individuo, de librarme de unos y de otros a la vez, de hacerlos morir irrevocablemente».
Y el árbol genealógico de los Heredia abarca un tramo claramente perfilado y
significativo para la historia local, aquel que va desde la derrota de la
Confederación Argentina y la caída de Rosas, en 1852 –cuando llega el primer
ancestro, llamado igual que el narrador, Delfín Heredia–, hasta la primera
presidencia de Yrigoyen, en 1916, que es la época en que se desarrollan los
acontecimientos referidos en la novela. Son los años dorados del radicalismo,
pero mucho más que eso: es la época del gran cráter social, la época de las
huelgas campesinas y obreras, de los sindicatos anarquistas, las prostitutas
ilustradas, los libelos de nitroglicerina, la época de la organización del
proletariado y de la Semana Trágica.
No
obstante, en la vivienda señorial que habitan los Heredia, mustia y abstracta
como una casa de muñecas, los rugidos multitudinarios de la calle se ahogan en
una sonata de Liszt. Esta ubicación en el espacio y en el tiempo tan claramente
delimitados, no son por supuesto datos imprescindibles para abordar una lectura
de Las ratas, pero tampoco son datos
ornamentales, ya que si bien la novela admite una lectura en clave de género,
como un policial o un thriller
psicológico, lo más significativo no está allí, sino en la construcción del
discurso, en la evocación minuciosa del final de una era y el comienzo de otra,
y sobre todo: en el retrato verídico e íntimo de una clase social, compuesto a
partir de sus últimos exponentes generacionales.
¿Había
en Bianco un decadentista dividido entre Sodoma y la Richmond? ¿Un Visconti que
nunca se atrevió a dar el gran salto al vacío? ¿Un Von Aschenbach que escapó de
Venecia justo a tiempo? ¿Bajo la modesta boina blanca del radical se ocultaba
un león maurrasiano? Es difícil saberlo. En sus novelas, no encontramos ningún
personaje masculino que nos revele un pathos
específico, que exceda los límites del buen gusto y las convenciones de la
moderación. Delfín Heredia –el joven pianista y asesino no confeso de Las ratas– tal vez podría darnos una
pista en este sentido, pero apenas tiene catorce años y su visión del mundo no
es precisamente la de un dandi; tan solo es un vidrio atávico en el que se
adivinan algunos desvelos esteticistas, y en el cual sobre todo se reflejan los
fantasmas morales de una rancia estirpe en trance de amoldarse a los nuevos
tiempos. Del mismo modo, en La pérdida
del reino, Rufino Velázquez es un hombre misterioso y apático, cuya parte
maldita se ha desvanecido en un baúl lleno de imágenes mundanas, de talento
desperdiciado y tribulaciones endogámicas. Su vida nos conmueve como un solo de
violín al final de un cóctel espumante, pero no nos descubre un carácter y un
destino necesarios.
En
cambio, las figuras femeninas están delineadas con mayor profundidad, en una
escala más humana –no exenta de cierta misoginia, lo cual las vuelve aun más
interesantes–; son sanguíneas, arácnidas, dionisíacas, transgresoras; en ellas
se abre todo un panorama social con sus climas cambiantes, con sus perspectivas
múltiples y su dinámica incertidumbre. Paradójicamente, en general, raras veces
las voces femeninas asumen funciones narrativas, la exposición del relato suele
estar reservada a intermediarios masculinos, pero son las mujeres las que
catalizan y determinan el espesor simbólico de la acción, las que atesoran y
dan forma a una individualidad que en los hombres queda solapada, o bien se
enuncia de manera oblicua y en negativo.
Sostenía
Marcel Proust que se puede ser autobiográfico a condición de nunca utilizar la
primera persona del singular. Lo cual equivale a decir que se puede contar la
propia vida solo desde la mirada de un otro. En esa trayectoria sesgada y
difusa que va de yo a otro, la vida individual de cada persona
se vacía en la existencia desnuda de todos los hombres y cabe entera en los
tres lacónicos datos que ilustran su tumba. Todo lo demás no son sino recuerdos
personales, reliquias insignificantes, verdín y microbios. No obstante, aun
desde su verdad y su sustancia ilusorias, ese yo es lo único que tenemos.
¿Vale la pena detenerse a discutir si es solo
una esperanza metafísica o si es –junto con la cultura y el dinero– una de las
más viejas y veneradas instituciones pequeño-burguesas? «El destino vacilante
de la literatura» –escribió Bianco en uno de sus ensayos más relevantes– «tiene
mucho que ver con la enajenación del mundo y la creciente disminución de la
individualidad. El mundo humanista es el resultado de un grupo de hombres que
pensaron individualmente. Hoy por hoy el humanismo está reemplazado por la
ciencia y la técnica, por ese mundo científico en el cual se confía para
resolver los problemas que ha de afrontar el género humano». Quizás en esta
época, en el apogeo de la aldea global y de las corporaciones electrónicas,
esta defensa del humanismo y del individuo, suene un tanto anacrónica. Sin
embargo, sigue siendo una hipótesis válida para acercarse a la obra de Bianco,
al margen de que no se observan pronósticos mucho más sensatos ni alentadores
para el futuro del hombre.
[1]Sobre José Bianco.
Autor
nacido en Buenos Aires en 1908 y muerto en la misma
ciudad en 1982. Su obra narrativa consta de cuatro títulos: La pequeña Gyaros, Viau y Zona, Buenos
Aires, 1932, Seix Barral, 1994; Las ratas,
Sur, 1943, Siglo XXI, 1973; Sombras suele
vestir, Emecé, 1944; y La pérdida del
reino, Siglo XXI, 1972. Buena parte de su obra ensayística se publicó bajo
el título de Ficción y realidad,
Monte Ávila, 1977.
[2] BIOY CASARES, Adolfo: Borges, Editorial Destino, Barcelona,
2006.
[3] De las muchas traducciones de Bianco,
lo menos que podría decirse es que hicieron escuela en la primera mitad del
siglo pasado –en buena medida, es la gran escuela Sur de traductores–, siendo luego pirateadas impunemente, como
ocurrió con Otra vuelta de tuerca, Los papeles de Aspern y La lección del
maestro de Henry James. En muchos casos, como lo fue precisamente el de
James, se trata de escritores traducidos por primera vez al castellano. Bianco
también tradujo a Giradoux, Genet, Beckett, Sartre, Valéry, Barthes, Green et al. Algunos de estos autores eran
bastante novedosos –y excéntricos– respecto al gusto común en la época, tanto
en Argentina como en el resto de los países hispanohablantes.
[4] Se trata de tres novelas: de Augusto
Roa Bastos, Antonio di Benedetto y Juan José Saer, respectivamente, que ocupan
en mi memoria un lugar destacado.
[5] «Dígale a Don Ambrosio que aquí le devuelvo a este caballerito, que no sirve ni servirá
para nada, porque cuando encuentra una sombrilla se baja del caballo y se pone
a leer». Se dice que con estas duras palabras, el General Rosas restituyó a su progenitor
a un adolescente de 14 años que se había empleado para labores rurales en una
de sus numerosas estancias. El muchacho así vapuleado era Bartolomé Mitre,
futuro sexto Presidente de la Nación.
[6] FACIO, Sara: Witcomb/Nuestro ayer, La Azotea editorial, Buenos Aires, 1991.