En la remota península de un Kamchatka
hipotético, en un Kamchatka de puras neviscas mentales, cuyos paisajes sublimes
solo han de existir en la memoria de cuatro dandis pretéritos —¡oh, aquel destello
póstumo del último farol de gas de Montmartre!—; allí, donde arrecian las tormentas
árticas y se extiende la taiga siberiana, entre esbeltas coníferas, osos polares
y morsas que caminan sobre sus colmillos, es sabido que uno puede encontrarse
también, al rato que empiece a curiosear, a un señor muy pulcro que se pinta el
pelo de color verde esmeralda, y que viste un magnífico abrigo de doble
botonadura, con el cuello muy alto y las bocamangas muy amplias, el paño tan
lustroso y carcomido por las polillas, que uno diría que se trata de la misma oscuridad
del alma en persona, manifestándose en silencio por sus agujeros. Este señor con
afeites de lechuguino y tics versallescos que lindan ya con lo esperpéntico y
lo esquelético, en consonancia indudable con los rigores del clima, se llama Charles
Pierre Baudelaire, y si ahora lo vemos allí, traspapelado en el extremo oriente
ruso, gesticulando como un loco en el jardín de un manicomio, temblando de frío
aunque firmemente apoltronado al frente de una cacharrería, glorieta o quiosco muy
vistoso, donde se amontonan toda suerte de trastos y jeroglíficos, algunos de
los cuales pasaron en otros tiempos por el colmo de la modernidad; si lo vemos
allí se debe a que otro señor apellidado Sainte Beuve[1],
coetáneo suyo y supuesto amigo, un maestro de escuela con ínfulas de caporal: petiso,
calvo y coronado absurdamente por un fez, gran crítico literario —y por tanto, un
organismo amorfo—, lo envió en su día a intercambiar opiniones estéticas con
los ciervos y los cormoranes, con las ballenas jorobadas y los cachalotes, y sobre
todo con los yakutos, los habitantes autóctonos de la taiga, eximios cazadores
y jinetes, últimos vástagos de Gengis Kan, hombres radiantes y misteriosos, que
llevan dibujado en la piel el sortilegio de las auroras boreales.
En principio, si nos dejásemos guiar
por las apariencias, por los capítulos más teatrales de una biografía ya de por
sí harto teatral, no vacilaríamos en afirmar que George Gordon Byron —el sexto lord
de una estirpe normanda de hábiles e infames bucaneros— fue el primer
ciudadano, el monarca absoluto de aquella Kamchatka simbolista o decadentista
que se imaginó Sainte-Beuve. No obstante, como abuelo del simbolismo o del decadentismo,
puesto a servir en el quiosco baudelaireano, metido a la fuerza en el molde del
dandi finisecular, sentimos que el personaje hace agua por todas partes; que se
confiesa completamente fuera de lugar, se asfixia y huye despavorido: demasiada
alharaca, demasiado champagne e incienso, demasiados chalecos de raso y foulards, demasiados petimetres. De
manera que no, de eso nada: en las fondas atestadas de Kamchatka ya no cabe un
solo individuo emplumado más, mucho menos habrá sitio para un hidalgo, un héroe
auténtico, un subversivo de verdad…, uno en fin a quien no le embriagan las
lociones exóticas ni el cáñamo indio ni los trajes a medida; uno que pretende dinamitar
con su verborragia el meridiano de Greenwich, pero que a su vez se niega a seguir
haciendo aspavientos con la lengua; que no solo anhela un traje y una
reputación, sino un mundo libre de mediocridad, hecho a su medida; porque acudir
a la tertulia de moda o granjearse fama de bohemio; borronear poemitas ligeros
o sentimentales; recubrir chatarra cursi con papel satinado, es algo que puede
hacer cualquier hijo de vecino. En cambio, dar la vida por algo más que la
propia imagen destilada en agua de rosas; ser el cuerno de caza de los
ventarrones revolucionarios; ser la alegoría de la libertad conduciendo al
pueblo griego; el fatum de la
desesperación y la juventud; el príncipe de los ángeles rebelados; el sol negro
de la melancolía; la imposible grandeza del hombre…
En las antípodas del tipo letrado, la garduña
de escritorio con sus castos tinteros y sus plumas de ave, el candil humoso y
el sosiego del cuarto noctámbulo, Byron reniega de la laxitud monástica, el
voto y la parafernalia sedentes que conlleva, en buena medida, el oscuro ministerio
de las palabras; conoce de sobra las secuelas deformantes, el exoesqueleto caprichoso
del lenguaje que algunos —enfermitos por naturaleza— esgrimen como un atributo
de su persona o un baluarte contra la frialdad del mundo. Después de todo, como
él mismo dijera, con justos motivos: «nadie que pueda llegar a ser algo mejor
debería convertirse en poeta». No, el poeta byroniano no se resigna a ser solo un
enfermito gris y titubeante, gorrión aburguesado que avienta sus sílabas catarrosas
al claro de luna, con la renuencia absoluta de la historia, y a veces, también de
la gramática. Y sin embargo, el gorrión sedentario y enclenque siempre le
anduvo revoloteando, lo persiguió como un vampiro desde la infancia pordiosera
y minusválida; desde aquel pollito con la pata felona y atrofiada; desde el famoso
pie maltrecho que él convertirá luego en el tobillo alígero de algún dios andrógino,
del mismo modo que se encabalgará al pedestal de la estancia spenseriana y no
volverá a desmontarse de allí nunca más; la estancia spenseriana, ese tralátralá-tralátralá-tralá
multiplicado por nueve, infinito como una asíntota, que de su mano —o de su pie—
se repicaría ad nauseam por buena
parte del mundillo decimonónico; su firma registrada, aunque no fuera exactamente
la suya; el estándar que lo catapultó a la gloria de un día para otro, al cual él
añadió —según dicen— poco y nada: los aires aventureros, un tono medio conversado,
cierta ingeniosidad como de spicatto
en el juego de la rima.
Muchas veces, las grandes
personalidades se parecen a esos cuerpos adictos al gimnasio, buonarottis de
cartón piedra con los músculos harto bruñidos, sobreactuados, hipertróficos,
bajo los cuales ha ido a refugiarse, probablemente, un alma abucheada y
raquítica. Visto a través de nuestra época de banalización y liquidación frenética
del yo, época en la cual todo atisbo de individualismo (y éste bien puede consistir
solo en una mínima discrepancia con la doxa)
resulta grandilocuente o sospechoso, el yo
byroniano quizás nos rechine demasiado, quizás nos suene a eso: pura personalidad
hipertrofiada, puros esteroides románticos, un amasijo espléndido entre Parsifal
y Lou Ferrigno, entre Napoleón y el payaso It
—fosforescencias magnéticas de una perla maldita—. Y si la sensibilidad
romántica, en general, desde el aquí y ahora, se nos antoja como algo hipertrofiado,
grotesco, ello quizás se deba a que nos recuerde en demasía el mundo
empíricamente anoréxico en el que vivimos, los rígidos algoritmos que
administran nuestra lista de experiencias y emociones; la telaraña de
terminales apáticas en que hemos convertido la tierra; el vaciamiento de la
vida privada; lo societario anodino donde se están labrando, en estos momentos,
los moldes subjetivos que compondrán las próximas instituciones sociales y el
próximo arte. Dentro de estos moldes tan exiguos, ¿dónde podría encajar un
individuo con semejante personalidad y semejante pedigrí? Surgido de la baja
nobleza normanda; escolarizado en la niñez por el cura casposo de una parroquia
perdida en Escocia; único vástago de las refriegas maritales entre un vividor de
poca monta y una dama regordeta y chillona; uno a quien un buen día le cayó del
cielo aquel título amarillento de la nobleza británica, y con ese golpe de
fortuna todo cambió de repente, y el niño casi expósito de la aldea pasó de
colectar manzanas para el desayuno de la madre a sentir que iba a ser un William
Wallace o un Carlomagno, un carbonario o un semidiós; uno en fin condenado, por
toda la eternidad, a remar en las galeras del propio nombre, como aquel caudillo
cosaco, Iván Mazepa, que galopó hasta los cofines de la tierra batiéndose con
el espejismo de una patria mítica, cuando en realidad iba amarrado al caballo mecánico
de la Muerte.
Tantos títulos de sangre azul que solo
valen como papel picado, mala hierba de los panteones, pero George Gordon —que
nunca olvidaría al niño pobre y patihendido de Aberdeen, ni tampoco las befas en
cerrado escocés de mamá gorrina— esgrimió el suyo a modo de cimitarra turca
contra la cámara de los lores: cimitarra que fungía a la vez de arpa de Ossian,
con aquellos motivos vagamente celtas que animaban los salones, las enaguas y abanicos
más distinguidos de la época con los aires bizarros del Valhala. Y el recuerdo
de las penurias y humillaciones pasadas en Aberdeen, a orillas de las
Highlands, tocaría en su arpa-cimitarra con el mismo vigor que las rabietas de
señorito gótico, las veleidades de cuna que ya comenzaban a espumarle la cabeza;
es decir, en otras palabras, con los tormentos de aquella enfermedad
aristocrática llamada “genio”, enfermedad que solía confundirse en el
romanticismo con la poesía, o más bien con la vivencia de la poesía como un
imperativo existencial. Entonces, como si de la explosión de una supernova se
tratara, toda la ingénita hybris
romántica, más toda la resaca de la euforia revolucionaria que agitaba a la
juventud europea a principios del diecinueve, se descargaría sobre aquel linaje
monstruoso y maldito, aquella raza insufrible a la cual el pequeño Lord estaba predestinado
desde siempre, por derecho natural o quizás solo por llevar en los genes el
temple —mezcla de ensueño mercantil y apego megalómano a la aventura— de aquel abuelo
vicealmirante que dio la vuelta al mundo en la infausta expedición de Anson. Dicen algunos que de ese linaje, de esas
circunvalaciones linfáticas y enfáticas, de esos genes que hoy llamaríamos
“egotistas” desciende directamente el Übermensch,
el supra o ultra-hombre, el más allá del concepto-hombre, el nuevo animal
humano —superado e insuperable—, el gigante con pies de gacela que entró a los
martillazos en la historia de la filosofía para poner todos los valores del
revés, o en el sitio que le corresponden. Pero, esto ya sería harina de otro
costal, y por lo demás, a diferencia de Nietzsche, ni con el martillo ni con la
pluma, ni siquiera con el fusil filosofó el anti-señor de Kamchatka; le bastó
con vivir su vida, con habitar en su personalidad, en su megalomanía desbocada.
El individualismo pequeño-burgués, que a veces suele confundirse con el
romántico (aunque de romántico solo tiene el mobiliario), era algo que no le
concernía.
Por la mañana estuve leyendo un rato a
Pope (nadie actualmente le llega a los talones); luego salí a montar, disparé
unos tiros al aire y volví del campo para un tentempié: agua mineral y galletas
de soda; después alimenté al gavilán, hice mis ejercicios de pugilato, escribí
una oda a Napoleón, me entrevisté con el notario por el tema de la deuda tributaria
y envié una carta a Lady Melbourne describiéndole las extrañas liturgias
amatorias de la chica Hipotenusa. Antes de ordenar que me preparen el coche
para acudir a la sesión del Parlamento empecé una novela, a los veinte folios
decidí echarla a las llamas, se parecía demasiado a mí mismo…
A bulto y exagerando un poco, así
podría extractarse el día a día byroniano según la marcha agitada que se deja
entrever en sus diarios íntimos: marcha que comienza en Londres, en el otoño de
1813, cuando el poeta ya hizo su grand tour
iniciático por las tierras calientes de España y Portugal, Grecia y Turquía,
Albania, etcétera; cuando ya se ha puesto inútilmente al servicio del General
Castaños en la causa por la Independencia española (el General todavía sigue
buscándole algún sentido al parloteo patriótico de ese niñato), y ha besado la
mano del mismísimo Bonaparte asiático en persona, Alí Pachá, a quien admira y y
odia por las mismas razones que admira y odia a todos los déspotas, y además ha
recorrido a nado —con el pie doloso que le flojeaba un poco— esa milla legendaria
que en el estrecho de los Dardanelos empalma un continente con el otro, etcétera,
y del mismo modo se ha zambullido por la puerta grande en la alta sociedad de
la Regencia, en el gran festín de la porfiria con los dos primeros libros del Childe Harold que todas las señoritas galantes
ya tienen o esperan tener, debidamente encuadernados en pasta roja y expuestos en
las vitrinas de la biblioteca, o mejor debajo de la almohada.
En unos meses cumplirá veintiséis años;
los recuerdos del Bósforo comienzan a desvanecerse; otra vez se le nota en la
piel ese tinte rosáceo de los hijos del Támesis; las palabras, los actos, las
impresiones, todo se lo va engullendo esa ciénaga omnívora que llamamos pasado,
si bien jamás olvidará el suave perfume de las flores acariciadas en la
penumbra del serrallo: vuelve cada noche en el sueño y de pronto se torna una
calle misteriosa que no conduce a ninguna parte. Lo enferman tantos halagos y
melindres de la gentry. Está en la
cresta de la ola, sin embargo se siente un comediante de feria en horas bajas, el
viejo flautista de Hamelín con su corte celestial de niños y ratas, sentado en
un trono invisible y viviendo —o más bien muriendo— a costa de la flema y la
insularidad inglesas. Son tiempos de producción a destajo, desde El Giaour y La novia de Abydos hasta El
Corsario y Lara, tiempos en que
nuestro Milord necesita amortizar sus viajes rumbosos por la cuenca
mediterránea, y entonces se pone a parir en métrica muy fluida, rizando hasta
el delirio el pareado heroico, esos folletines de capa y espada (¿westerns
góticos, óperas rock avant la lettre?
) que terminarán multiplicándose por buena parte del Viejo y el Nuevo Mundo, en
los cuales su personaje se españoliza o albaniza, se islamiza o heleniza indistintamente;
deviene bandido sentimental, caudillo de mirada oscura, reo con guantes de
cachemira y un mayordomo quisquilloso, que carga de mala gana con los bultos y
los berrinches del patrón; raros artefactos aquellos, devaneos
miliunanochescos, cantares de gesta orientalizantes, relatos de aventura: algún
enterado quizás podría historiarlos como anuncios del pulp fiction y de la novela
posmoderna, aunque difícilmente lograrían motivar cierto interés actual salvo en
el investigador o en el gitano de la almoneda.
En una época de filigranas obsesivas
como lo es la contemporánea, nos hemos habituado a valorar la poesía en cucharaditas,
a calibrarla por centilitros o en dosis homeopáticas, porque somos gente juiciosa
y prosaica, colmada de albúminas y aspiraciones transgénicas, o bien porque intuimos
que la poesía es algo frágil y sólido a un tiempo, muy volátil, algo que
escasea en estado natural y también en estado de poema; en cambio, al joven Harold los versos le brotaban de a
millares, le florecían como margaritas o como un picor en todo el cuerpo; sus
neurotransmisores generaban corrientes eléctricas en forma de rimas encadenadas;
respiraba y bullía, copulaba y dormía, hablaba consigo y con el vecino, se
ensordecía frente al mar, todo ello en redondos pareados de bronce o de madera
balsa, que raras veces perdían el compás, aunque no así la medida. No obstante,
aún en su aberración esférica y con toda la hojarasca ornamental que prodigan,
aquellos folletines en verso (El Corsario,
Lara, etc.) resultarán en la
actualidad, para quien se atreva a escalarlos, más interesantes que los típicos
novelones históricos que se habían puesto de moda por la misma época. Al menos, desde la compleja modulación del
relato, los múltiples puntos de vista que intervienen en el desarrollo de la
trama, con los sutiles cambios de registro en la enunciación que ello supone, estos
artefactos únicos, tan ingenuos en apariencia, arropan entre sus meandros inciertos
estrategias narrativas bastante aventajadas para su tiempo como la alternancia
de varios narradores en el mismo plano, la interiorización de los diálogos, el
escorzo descriptivo, la digresión exagerada y otras maniobras diegéticas que no
comenzarían a experimentarse abiertamente sino hasta el final de la centuria,
ya con el declive de la novela naturalista. Y quizás lo más original, lo más
“moderno” se manifieste en el resultado anómalo de estos textos, en el hecho de
que hayan sido escritos según normas clásicas de versificación, pero que de
igual manera terminasen, paradójicamente, desbandándose en lo contrario, esto
es en un reflujo discursivo que excede las clasificaciones habituales de género
y de “buenas letras”; una masa ígnea, compacta y a la deriva como un meteorito,
que apenas roza la poesía —o bien, la desborda por completo—, y que parece poder
acogerlo todo en su descomposición: de la piedra fina al polvo y la baratija,
de lo más sublime a lo más mediocre.
Algunas madrugadas, al franquear el
portal de Picadilly 13, volviendo del enésimo baile de la semana o la última cabezadita
en la Ópera, piensa que ese reflujo discursivo —the mind’s canker in its savage mood—, esa lava líquida que se
zarandea en su interior, quizás sea solo un abuso de la juventud, como lo es,
en gran medida, toda la buena y mala poesía que ha leído últimamente; en
cualquier caso, no será el adefesio que señalan algunos plumíferos en la
prensa; al fin y al cabo, como él mismo lo ha consignado hoy por la tarde en su
dietario: «ningún libro puede ser del todo malo si
encuentra un lector, aunque sea solo uno, que pueda decir lo mismo con
absoluta sinceridad. » El camino
que va desde Childe Harold hasta el Don Juan es rápido y tortuoso, y desde luego no conduce al cadalso nupcial
de Picadilly 13 en donde Ana Isabella lo aguarda todavía despierta, en ascuas y
con un puñal alzado en la mano derecha (en la otra sostiene una cabeza
frenológica), sino que se dirige hacia Suiza e Italia, hacia las montañas idílicas
de Rousseau y hacia la no menos idílica demencia del Tasso: a cualquier parte,
a cualquier destino menos a la pérfida Albión donde aquel monarca obtuso sigue criando
verrugas y perorando efusivamente con los gamos en los jardines del palacio; donde
mandan los amigos de Mr. Pitt con sus mojigaterías y su léxico fenicio; donde abundan las miradas
traidoras en la penumbra y los niños de rizos etéreos, perdidos en la neblina
del Hyde Park, que fantasean con un 18 brumario de la belleza. Se demora un
rato observando el parpadeo de los faroles en la calle, luego se decide a cruzar
el portal y se sorprende de no estar atravesando la Sublime Puerta, no estar adentro
de aquella segunda persona que se encontró por casualidad en los montes de
Albania; salam aleikum murmura para
sí y aspira en el aire el aroma dulzón del tabaco turco; después, en un abrir y
cerrar de ojos, como si aquellos cinco años de residencia en Inglaterra hubiesen
sido solo un paréntesis o una farsa, va a emprender aquella larga huida por los
Alpes que concluirá —al término de casi una década— en los pantanos de
Mesolongi, vencido por la malaria y arañando el campo de batalla; Mesolongi, en
la Grecia otomana, es decir: más o menos en el mismo punto o topos donde se erigió la estampa mítica
de Milord, con sus labios carnosos de mulato jónico, su colección de mosquetes
y su leyenda venérea.
[1] El
ingenioso dictum de Sainte-Beuve que
da el pie a este juego ficcional es el siguiente: «M. Baudelaire ha encontrado la manera
de construirse, en el extremo de una lengua de tierra considerada inhabitable y
más allá de los confines del romanticismo conocido, un quiosco raro, decorado,
muy decorado, muy atormentado, pero coqueto y misterioso. (…) Ese quiosco
peculiar, hecho de marquetería, de una complejidad ajustada y compleja, que
desde hace tiempo atrae las miradas hacia
la punta extrema de la Kamchatka romántica, yo la denomino la “folie
Baudelaire”. » El subrayado es mío.
V. Calasso, Roberto: La
Folie Baudelaire (Anagrama, Barcelona, 2011).