"El día que conozca la
historia de la estrella que he visto esta noche asomarse al cielo"… Algo así se
deja caer, al paso, por la pluma inexpugnable de Michelet, en el prólogo al cuarto
tomo de su célebre Historia de la Revolución francesa, esa cordillera maciza de
tinta que asciende a más de tres mil quinientas páginas, donde, sin embargo, no
es raro descubrir ocurrencias e impromptus de tal índole. Procediendo de uno de
los historiógrafos más importantes del siglo diecinueve, la frase es reveladora
y habla por sí sola, ya que pone en escena, mediante una suerte de interjección
lírica y a la vez áspera, la perplejidad consustancial que induce al desolado ejercicio
de la memoria histórica; la misma perplejidad, al fin y al cabo, que arrastra a
cada hombre a fondear ciegamente en los pantanos del pretérito imperfecto, a
sabiendas de que lo único indiscutible, lo único en verdad vivo que uno puede
encontrar allí —y esto las mentes del despotismo ilustrado lo entenderían mejor
que nadie— es ruina y desconcierto, ratería y crimen organizado; el resto es literatura
o demagogia, inferencias optimistas, sortijas imaginarias, mendrugos de tiempo
más o menos rancios e inasibles. Si bien condenada al silencio perpetuo, la
estrella de Michelet tiene forma de gorro frigio. No obstante, el insigne historiador
arguye de antemano la derrota metódica: para hacerse una idea completa del
proceso revolucionario, tan significativo ha de ser el estudio a fondo de la reforma
financiera efectuada por el ministro Jacques Necker, como una exégesis correcta
de ese apego enfermizo a la cerrajería que profesaba el rey Luis XVI. De
cualquier manera, con todos sus secretos galácticos, la estrella terminará sepultada
en el barro.
La sombra omnisciente
de la derrota persigue también a Restif de la Bretonne, pero no es, claro está,
el fantasma romántico del derrumbe ideológico que podría agitarse en el
gabinete de Michelet, sino la presencia inmediata de lo ominoso que se revela en
las calles, con el maremágnum de los primeros acontecimientos, cuando la
Revolución —merci d'avoir été si sympa, étoile— aún no ha sido bautizada con su
nombre abstracto; cuando solo es la fiebre roja de la anarquía que se propaga velozmente
por todos los estamentos sociales; un Moloch de carne y hueso, con la misma sed
de justicia y vandalismo que podría sentir cualquier hijo de vecino,
serpenteando a tientas entre la masa informe y sublevada. Frente a este
monstruo turbio y viscoso, por más carrera de libertinaje que se haya hecho en
la vida, uno no puede experimentar otra cosa que no sea el pánico, el terror profético
anunciando el fin del mundo. Y en efecto, así ocurre, durante la toma de la
Bastilla, la Bretonne —que como todo libertino, era en el fondo un simple
párroco de aldea— recorre espantado las calles de San-Antoine de una punta a la
otra. Y lo que entonces observa no es ciertamente el constructo histórico, sino
las súbitas estampidas de la muchedumbre, las banderas desplegadas y las peroratas
de los agitadores; una mujer encinta que recibe el balazo equivocado;
barricadas, toques a rebato, disparos y gritos en la oscuridad; la ristra de
cabezas colgando de las lanzas…; en síntesis, vislumbra, desde la confusión y
el miedo, la barbarie que recién comienza a generalizarse; escucha el aullido animal
del caos que lo empuja al borde del abismo; vive y reproduce en directo esa
página policíaca con la que suele mezclarse, al principio, todo alzamiento
popular; se hace eco de la situación política aún incierta, de los vaivenes de
la opinión pública, ese libro abierto, antifonal, flotante y anónimo, que se
escribe o canta en cada esquina, sin ningún prosista o lírico apoderado que lo castigue
con su plectro.
Dado que era un fervoroso
impulsor de las ideas de la Ilustración, la Bretonne no podía abstenerse de los
resabios dogmáticos que enviciaban a aquellos filósofos y al común de sus
herederos, los escritores libertinos, esa especie de chicos malos del arrabal enciclopedista,
que habrían de embriagarse hasta con las heces —o solo con las heces— del
racionalismo y el ateísmo. De hecho, entre las páginas de sus Noches revolucionarias,
va intercalando unos relatos amorosos que el lector podrá saltearse a gusto: “Felicité
o el amor médico”, “Las gradaciones”, “La desafortunada de dieciséis años”, “Las
ocho hermanas”, “La hija en pantalón corto”…; parábolas sobre los infortunios
de la virtud —ajenas por completo a los furores tántricos del Divino Marqués—, sentimentales
e inconexas, trenzadas con los ardides típicos del pícaro ilustrado, que apelan
a una catequesis ya vacía de cualquier significación; horas muertas en las que
los oradores se alisan la peluca y el pueblo insurrecto templa las guadañas, hasta
que se enciende el próximo motín, nuestro cronista se olvida del magisterio y se
lanza a las calles a hacer su siguiente ronda crepuscular. La Historia
—reflexiona— no se guardará ninguna pincelada, pero “yo, espectador nocturno”, iré
a los suburbios y a las fondas a recoger los episodios que nadie advierte. Y zarpa
entonces a la pesca de nuevos sucesos, capturando todo lo que le sale al cruce,
como una red-oreja que barre arbitrariamente el fondo del texto social, o un
ladrón de frutas que sondea gustoso los puestos del mercado; curiosea entre las
marisqueras y los carniceros; habla con los moscardones de los bajos fondos; esquiva
a la guardia urbana; acude a las tribunas populares, a las tertulias y los
burdeles del Palais-Royal, siguiendo un criterio de selección de los materiales
bastante extraño para el momento, que consiste en el acopio de testimonios, percances
y anécdotas de lo más disímiles, o de conversaciones casuales que husmea desde
atrás de una columna, libelos que alza del pavimento, boletines de la prensa…
Un siglo y medio
antes que Tom Wolf, y sin el hastío de tener que vestir siempre los mismos
trajes blancos, podría decirse que la Bretonne está haciendo a su manera el
descubrimiento del new journalism; se está aventurando en el reportaje, la
narración instantánea de los hechos o más bien de los “sucedidos”, ya que no
podría afirmarse todavía que fuesen hechos, como el modo más justo de aproximarse
al presente; pero he aquí que el presente ya no puede significar nada para él,
puesto que no se corresponde con ningún orden cronológico, no es ya presente sino
solo un instante amorfo que cuelga del árbol del pasado o del futuro, tiempo absoluto,
abstraído del calendario y los relojes, y disuelto en el devenir histórico; porque un día delante de la
Revolución —podríamos decir, parafraseando el salmo bíblico— es como mil años,
y mil años son como un día, intentar aprehender todos los signos que en dicho
proceso suelen desgranarse, supera lógicamente cualquier tentativa testimonial
o historiográfica; de suerte que nuestro buen hombre se las arreglaba como mejor
podía, jugándose el pellejo en cada expedición (cierta vez le ocurrió que lo
confundieran con un chivato y se salvó por un pelo de los fusiles) para ir en
busca del documento vivo, la palabra incandescente, arrojado de aquí para allá,
como otro papelucho más de la calle, por la agitación patriótica que incendiaba
la realidad.
Así, momentos antes
de la decapitación de Luis XVI, lo vemos fungir de vicario saboyano con una pobre
dama, muy perturbada por las circunstancias, que concurre cada tarde a rezar por
el monarca cerrajero, frente a la prisión del Temple. —“¡Ciudadana!”— la increpa
Restif con el apelativo de moda, y enseguida pasa a aleccionarla: “lea el
Evangelio: si usted cree, como no me cabe duda, verá que es el libro más
republicano, el más demócrata. Verá que los sacerdotes, por quienes el triste
Luis pierde su corona y quizá la vida, son unos bribones, heréticos, canallas o
ignorantes.” Y sin embargo, en la plaza más célebre y sanguinaria de París,
frente a la ejecución del soberano, frente a aquella epifanía imprevista de un cúmulo
de asonadas en apariencia puramente espontáneas, advierte la amplitud histórica
del acto, al mismo tiempo que no puede dejar de condolerse por el desamparo mítico
que acarrea la tragedia, mientras ya está rodando la cabeza de Luis Capeto
hacia el buche de la guillotina, allí donde todo el fragor de la Historia se hiela
y enmudece, y junto con aquella cabeza lánguida y legendaria, trofeo de caza
mayor —tan del gusto de los sires— se troncha no solo una antiquísima forma de
gobierno, sino también el orden simbólico que regía la vida cotidiana desde
tiempos inmemoriales; se hunden las instituciones que filtraban la letra espuria
del contrato social hasta no hace mucho, hasta ayer nomás, hasta la convulsa
alborada del 28 de abril de 1789, cuando algunos trabajadores gráficos, hartos
de los sobreprecios y la hambruna, se sublevaban y prendían fuego a una fábrica
de papel: trabajadores que no eran, según las malas lenguas, sino una tropa de
gorrones expertos, generosamente abastecidos por los bolsillos de cierto duque tramoyista.
Bajo la chaqueta lustrosa
y el peluquín empolvado del libertino, habitaba en Restif un viejo paisano
borgoñón de pupila escasa, con las uñas sucias de tierra, el vino atabernado
chorreándole por la perilla y todas las esperanzas puestas en el calendario
agrícola medieval; este viejo paisano de mentalidad arcaica —que se había pasado
un poco de rosca, sin embargo, en el culto dieciochesco de la recta ratio—, era
en el fondo un crítico de costumbres con alma de niño rebelde, que se planteaba
muy seriamente elevar el meretricio a la categoría de institución pública, para
lo cual se tomó el trabajo de redactar un tratado entero: El pornógrafo (1769),
obra inclasificable y tan tediosa como un vademécum sobre derecho impositivo, donde
se mezcla el dato erudito o pseudocientífico con el disparate erotómano; la
consabida visión positivista de la época con un programa de libertinaje módico
y sanitario, todo ello con los mejores designios para un correcto avance hacia
la armonía social. Era bastante razonable, entonces, que la criatura rústica
que palpitaba en el buen corazón de Restif, con su reformismo infantil y sus perversiones
más bien modestas, temblara ante el terror que había desatado la Revolución ya
con los primeros zarpazos; de forma análoga, lo era también que condenase
rotundamente, por pura envidia profesional o por una cuestión de principios, la
sofisticada crueldad y las cotas de extremismo que podía alcanzar la
imaginación en el marqués de Sade, cuyo fantasma astroso lo hostigaría
involuntariamente desde las sombras del manicomio, a modo de una existencia paralela,
un pariente lejano e insufrible.
En esta existencia paralela, la cual se revelaría, con el correr de los tiempos, como una página aventajada de la ortodoxia revolucionaria, sabemos que no existe ningún fundamento para la compasión; tampoco hay lugar para la conjetura utópica, esas navidades perpetuas de la ciudadanía feliz. Pero, aún con esa marca paranoica que denota su raciocinio, Sade quisiera ir al fondo del problema; de nada sirve —argumenta— abolir el Estado monárquico y sancionar nuevas leyes si no se acaba para siempre con la esclavitud religiosa; a cambio de ello, y puesto que el ejercicio del poder fáctico depende básicamente de la representación de un poder simbólico o espiritual, plantea la soberanía del terror como preludio a un nuevo gobierno, fundado en la libertad individual, hermanando así los dos términos —libertad y terror— en un mismo nivel ontológico, rectilíneo, insoluble. Este nuevo evangelio del terror, este extraño principio de autoridad que proponía el Marqués desde su encierro en Picpus, no podía estar más en las antípodas del utopismo moderado que predicaba la Bretonne en sus andanzas por los bulevares parisinos. Y sin embargo, bien visto, el paroxismo nihilista que exigía Sade al aparato revolucionario, ese placer mecánico (mesiánico) de la destrucción por la destrucción que muchas veces subyace a la verdad histórica, no resulta muy distinto, después de todo, al engranaje de terrorismo banal, cotidiano y anónimo, que se refiere detalladamente en las Noches revolucionarias… Para aquellos puristas que buscaban apresar alma de la Revolución —es como si nos quisiera confesar nuestro espectador nocturno—, aquí está, se las dejo documentada: es el aire último que se hincha entre las costillas de un viejo penco arrodillándose en el barro, apaleado por un épicier o un batallón de infantería, un par del reino o un simple ciudadano de a pie.
Las Noches revolucionariasRestif de la BretonneTraducción,
introducción y notasde Juan Pablo PizarroTres puntos, 2018