Interzona
Traducción Antonio Alarcón
Edición e introducción James Grauerholz
Prólogo Giuseppe Maio
Libros de la Resistencia, 2024
238 páginas
Dicen
que superado cierto nivel de toxicomanía, la droga revierte sus efectos nocivos,
se asimila al propio metabolismo del cuerpo, y empieza a actuar como un
conservante, un bálsamo rejuvenecedor de altísima eficacia; bastaría echarle un
vistazo a cualquier foto de William Burroughs para advertir este fenómeno; cualquier
foto, en cualquier época, da lo mismo. Nadie podría, sin duda, ni por asomo, competir
con el profuso pharmacon del viejo
Bill; nadie se habrá colocado tanto con tan diversas sustancias, de las más rastreras
a las más nobles; sin embargo, allí donde lo alcance el ojo de la cámara, el
viejo/joven yonqui ostenta siempre una buena (mala) salud inmejorable; su
efigie afilada, metálica, apenas consigna nimias vicisitudes en la expresión de
la cara, al margen de algunas variantes en la indumentaria, siempre correcta y
formal, que evoca el vestuario de un agente incógnito de la brigada
antinarcóticos, o el de un banquero de Dallas arruinado por el crack del 29,
que no obstante jamás se doblegaría ante los trapos chillones de la modernidad.
De tal manera que aquí y allá se lo puede avistar, junto a radiantes estrellas
de rock and roll que lucen bastante más estropeadas que él, con corbata negra de
lunares blancos, o sin corbata; con chaleco de pana, o sin chaleco; solo con
camisa y saco; con el eterno pantalón de franela gris; el sombrero inclinado un
poco más hacia adelante o hacia atrás… Pulcro, gélido, disecado, anticlimático,
el viejo/joven Bill parece desafiar con sorna la típica viñeta del adicto decrépito
y tembloroso, que expira en el callejón más sórdido de la gran ciudad, como un zombi
que se eclipsa al amanecer –la jeringa todavía crucificada en la vena–…
En
el mare rostrum de la literatura de
los últimos dos siglos navegan mascarones fotográficos, semblantes tan
icónicos y cercanos a la letra, que operan en el inconsciente visual del lector
a modo de un signo matriz que sintetiza y encuadra toda la obra. El caso del genio
insurrecto de Charleville quizás sea el más conspicuo de todos; es posible que
las Iluminaciones y la Temporada en el infierno ya no puedan
leerse al margen de la efigie de su autor, al margen del camafeo-Rimbaud, esto
es sin prescindir –digamos– de la intensa mirada de aquel pequeño idolillo de
ojos verdes que se alza desde el daguerrotipo de Carjat, como un sol delirante
en el desierto de la lengua, para incendiar la apática dicción del alejandrino
francés. Tampoco El almuerzo desnudo –ese
gran mosaico poético-documental sobre el capitalismo químico– lo leeríamos de la misma manera sin la máscara
impávida de William Burroughs, o de alguno de los múltiples avatares
antropológicos y biológicos que deambulan entre sus páginas; salvo que en la
obra de Burroughs esta máscara actúa a un nivel consciente, conceptual, se
confunde con el sustrato de la escritura, lo mismo que el disparo –supuestamente
fallido– que mató a Jean Vollmer; igualmente, William Lee –escritor fallido– pasó
de ser el autor de un libro confesional –fallido– a desempeñar el rol
protagónico en la agitadísima interzona burroughusiana: por algo éste, además
de compartir ciertos accidentes biográficos con aquél –el espectro de Jean
entre otros, con la copa de Guillermo Tell intacta en la cabeza humeante– tiene
en buena medida una fisonomía calcada sobre el semblante más conocido del viejo
Bill: un rostro difuso, tan vacío y cotidiano como para poder esfumarse en la
multitud, en la misma esencia –invisible y ubicua– que lo caracteriza.
La
producción narrativa de Burroughus suele amalgamar materiales y registros
discursivos de muy variada procedencia, algunos de tipo más convencional o
prosaico: documental, realista, autobiográfico, con otros radicalmente
experimentales, virulentos, enmarañados; revela, además, una clara afinidad con
los imaginarios tecno-utópicos (hoy patrimonio casi exclusivo de las sagas
comerciales), algo por lo cual es costumbre incluirla –erróneamente, quizás– entre
los libros de ciencia ficción y afines. Interzona
es un compendio de diversos textos descartados o reciclados con posterioridad, textos
que fueron apuntalando las búsquedas del escritor hacia el alumbramiento del
propio estilo, la propia voz, o hacia las distintas “máscaras acústicas” sería
más correcto decir, en este caso, apelando a una idea de Elías Canetti–: textos
que por tanto bien pueden leerse como un cuaderno de bitácora que transborda,
en definitiva, con aquel mítico magnum
opus alzado del piso en la habitación astrosa de un yonqui terminal, en un
hotel no menos terminal de Tánger; míticos folios compilados por el azar –concurrente
en la mano dadivosa de Kerouac–, que han volado la cabeza a tantos, además de a
la pobre Jean Vollmer; vestigios que trasladarán
al lector que conozca los derroteros ulteriores a las distintas etapas del
viaje hacia la obra, situándolo frente a trayectorias formales muy desparejas
–a veces, incluso repelentes– entre sí; desde el realismo más o menos relapso
del primer Burroughs al segundo, ya liberado de cualquier lastre convencional, en
posesión de sus plenos poderes lingüísticos y teúrgicos.
Como
señala James Grauerholz, el legatario oficial del autor, que ha hecho el
trabajo de compilación y edición de los textos, el Burroughus que podemos
encontrar en Interzona “es un hombre
abriéndose camino dentro de territorio literario inexplorado”. De tal modo, estos
diecisiete fragmentos o routines se
abren a guisa de pantallazos que relumbran entre el pasado y el futuro de una
obra en curso; textos como “Últimos destellos del ocaso”, uno de los más
antiguos escritos por el autor, que data de 1934, y que tendrá una segunda vida,
sin embargo, treinta años después, entre las páginas de Nova Express. Asimismo, alguna secciones reenvían hacia otros
rumbos que quedarían definitivamente atrás: al pulp toxicómano de Yonqui,
al homosexual de Queer y al beatnik
de Las cartas del Yagé, con sus visones
xenófobas, grotescas (aunque proféticas) sobre el Tercer mundo; visiones
que reproducen lo más atávico de esa
mentalidad básica yanqui, que en este momento vuelve a estar en el poder.
En
muchos aspectos, el cosmos –el caosmos– burroughusiano ha resultado enormemente
profético; cada uno de sus hallazgos imaginarios, que al principio pasaron por
puras extravagancias de drogadicto, se ha ido cumpliendo al pie de la letra.
“Interzona” es un concepto muy rico y complejo como para tratar de resumirlo: vital,
viral, moral, mortal, mental, tecnológico, sociológico, citológico, ctónico… Es
un aleph que puede mostrar el
infinito en un puñado de polvo (sea cual sea ese polvo), en la punta del
tenedor o en el ARN de un virus. Y es también, a su manera, un vislumbre
bastante preciso del mundo/teatro global en el que vivimos, al cual solo le
faltaría descubrir la galaxia extraterrestre desde donde –según el viejo nigromante–
se controla todo. No falta mucho para ese avistamiento; un oscuro millonario
con cara de guasón marciano ya tiene compradas todas las butacas.